martes, diciembre 06, 2005

Imágenes barcelonesas (IX)
Eran tres chicas. Las proverbiales rubia, castaña y negra. Iban sentadas en esos asientos de cubo en los cuales dos ven hacia al frente y dos hacia atrás, muy prácticos para la socialización, pero terribles para viajar cuando, como yo, te mareas con facilidad.
Iban platicando de su trabajo más reciente y de sus respectivos portafolios, criticando a la jefa o dueña de la agencia para la cual trabaja cada una de ellas. Aunque suene a cliché, todo en ellas lo era: sus pieles perfectas, sus cabellos y ojos brillantes y coloridos, su delgadez imposible, su no del todo superada adolescencia. Llenaban con exactitud y precisión el lugar común de las modelos. Hasta en el tono y en el tema de su conversación.
No pude evitar preguntarme ¿qué es lo que Desmond Morris escribió con relación a los especimenes como estos, si es que escribió algo? ¿Dónde está la certeza y la igualdad del mono desnudo, hijo de la evolución selectiva? Me descubrí fiel representante de mi sexo, chovinista, deleitándome, muy a mi pesar, con su obvia belleza y fragante superficialidad.
Días, semanas después, mientras caminaba, me topé con otro digno espécimen, este más maduro y, por lo mismo, con una mayor certeza de su sensualidad. Era imposible no verla. Su gran estatura era acentuada por interminables tacones de aguja. Una vez más el brillo de su piel, cabello, ropas, todo, la hacían blanco de la miradas evidentes y subrepticias. Cumplía al pie de la letra con la definición de glamorosa, incluso en su sentido más peyorativo.
Ésta era acompañada por un hombre que, al lado de cualquier otra mujer, probablemente, hubiera sido considerado como normal o tal vez atractivo, pero que perdía por completo cualquier asomo de personalidad propia en la cercanía de la bella. Incluso, el término “era acompañada” es demasiado benevolente. Más parecía que la escoltaba, de cerca, pero nunca junto. Siempre atrás, a su sombra. Imposible confundirlo con un guardaespaldas: el hecho de que ambos vistieran de la misma manera (con excepción obvia de los zapatos altos) y un aire de satisfacción, de autosuficiencia, que a veces, aunque no siempre, asomaba en los ojos de él, y que delataban cierta posesión, le colocaban en el estatus de novio o amante. (Esa mirada aparecía, sobre todo, cuando él descubría en otros ojos la admiración hacia su mujer, como diciendo “envídiame”.)
Altiva y soberbia, la mujer requería sobre sí una cantidad ingente de atención. Sus modos lo demandaban. Tuve que preguntarle a mi acompañante si se trataría de alguna celebridad. No. Por lo menos no de una que nos fuese conocida.
Ahora, tiempo después de mi acercamiento con la belleza, caigo en cuenta del rasgo común y más significativo en las cuatro mujeres: ese perenne rictus de asco que torcía sus labios y fruncía sus narices.
Tras ser consciente de su existencia, lo he notado en muchas otras mujeres atractivas en esta ciudad y me pregunto por qué lo harán, qué es lo que les provoca tanto asco…
Dos conciertos

Terrible es el destierro y, sin embargo, tiene sus compensaciones.
Hace años ya, le hice una petición a un conocido, novio de una amiga. El hombre respondió con un reto: si Rush, el grupo de rock canadiense, tuviera alguna presentación en México, yo tendría boletos preferenciales.
Más que ganarle, hubiera preferido convertirme en su amigo (siempre he tenido debilidad por las personalidades brillantes). Pero esa es otra historia. El punto es que, ese, mi grupo favorito, dio un concierto en México. Una sola función. Solo para demostrarles a los incrédulos, a los falsos profetas y a “los hombres de poca fe” que sí, que ellos existían.
El concierto fue tal como lo escuché tantas veces antes en sus grabaciones en vivo. Fueron tres horas de música pura y dura. De la maestría de Neil Peart; del gritante de Geddy Lee, vocalista (que por lo menos ya aprendió a moderarse un poco) y de Alex Lifeson, un guitarra siempre fiel. Y en asientos de tercera fila, gracias a las cortesías de quien nunca pasará de grato conocido.
No había sentido ese síndrome de Stendahl hasta hace dos semanas, acá, en Barcelona. Un hombre, leyenda ya y a quien creía muerto se presentó, o mejor dicho, “resucitó tras tres días”, para dar un claro ejemplo de la belleza de la música.
El señor Dave Brubeck y su cuarteto.
Pensarlo y recordarlo hace que se me erice la piel.
Tocaron tanto y tan poco. Cuatro caballeros en límpida etiqueta negra, interpretaron Pennies from heaven, The way you look tonight, Stormy weather, Caravan, Aleluja (de la misa de Dave Brubeck) y cerraron con Take five.
Espero que hoy, 6 de diciembre del 2005, el maestro Brubeck disfrute en su cumpleaños número 85 tal como lo tiene planeado: tocando con sus hijos, acompañados nada menos que por la Orquesta Filarmónica de Londres.
Sólo me pesó el destierro en una cosa: me hubiera gustado que mi padre, el hombre que me introdujo a jazz, y en particular a este músico, hubiera estado allí conmigo. Pero supongo que es alguna especie de maldición. Con Rush también me faltó un gran amigo: el maestro Alberto Chimal.

lunes, diciembre 05, 2005

Imágenes barcelonesas (VIII)

Estoy parado ante un alto. En la otra acera una chica habla por celular. La veo y me llaman la atención su blusa verde, sus calzoncillos amarillos (con forma de trusa de hombre) y la tela negra que va de su cadera izquierda a su rodilla derecha. Cosas de la moda, me imagino.
Cuando el semáforo cambia a verde, ambos nos damos cuenta: la falda se le está cayendo. La chica trata de recogerla al tiempo que camina y sigue hablando por teléfono.
¿Qué es lo raro aquí: las situaciones, la ciudad o sus habitantes?
Imágenes barcelonesas (VII)

Hace unas semanas descubrí el verdadero bar clandestino. No tenía nada que ver con lo que aparece en las películas o con lo que nos quieren hacer pensar los escritores de novela negra. Era, probablemente, el lugar más tranquilo en Barcelona.
Lo conocí de noche, tal cual dictan los cánones. Regresaba a casa después de ir a beber y bailar con los chicos de la escuela. Una pareja se me acercó, preguntándome si conocía el sitio. Les dije que no, pero que con gusto les acompañaba en su búsqueda.
“La segunda calle a la derecha. Un portón metálico a la derecha, con jardinera en el primer piso”. Las instrucciones eran más bien difusas: la mayor parte de los edificios en esta área tienen puertas metálicas y casi todas las ventanas tienen plantas y macetas.
Mientras buscábamos, se nos unió un hombre. Nos dijo que él sabía exactamente cuál era la puerta y lo seguimos. No había nada que perder. Llegó a un lugar que cumplía las señas, tocó y abrieron un poco. Un individuo nos preguntó cuántos eramos. Sin palabras claves ni indicaciones de “me envía tal”.
Tal como dije era un lugar calmado. Justo lo que deberían ser los bares al margen. Había sillones y sofás que no hacían juego, posibles rescates de la basura, debidamente retapizados, una barra y, en un salón adjunto, una mesa de billar. Música y conversaciones eran en tono bajo, para no molestar a los demás y, por supuesto, para no llamar la atención de vecinos ni policía.
Estuve unos cuantos minutos allí. Ni siquiera ordené una cerveza ni nada. Ya era muy tarde para el alcohol o, por lo menos, para mí. Casi las seis.
Me acerqué a la puerta y pedí mi salida. El portero abrió, revisó afuera y me dejó salir.
Cansado y, para qué negarlo, un tanto decepcionado por la falta de sordidez de mi primer encuentro con lo tan cacareado “clandestino”, me dirigí a casa.