miércoles, junio 08, 2011

La enfermedad

Mina, pequeña y dominante, está enferma. No cualquier enfermedad. De hecho, no sabemos exactamente cuál.
Su figura, antes esbelta y elegante, es ahora más bien flaca con excepción del abdomen. Allí, una inflamación gigantesca que hace pensar en que tuviese dos pelotas de tenis atravesadas, rompen su línea.
Como si esto fuera un capítulo de House, los médicos le han diagnosticado SIDA, Leucemia y Peritonitis infecciosa. Todas de transmisión hereditaria. Todas mortales.
Las baterías de análisis que le han hecho son de programa de televisión: análisis de orina y de sangre, dos ultrasonidos, una placa de tórax.
Afortunadamente, los análisis han descartado las primeras opciones pero nos han dejado sin pistas. No se atina a saber qué pasa.
Mientras, la temperatura sube y baja. Mina casi no se mueve y, peor aún, casi no come.
En un disparo a ciegas, uno de los doctores sugirió una cefalosporina de amplio espectro y larga dosificación junto con una dosis brutal de un corticoide. Eso pareció reanimarla.
Sin embargo, el salto entre médicos no ha parado. El diagnóstico diferenciado no termina de cuajar. La especialista que la atiende ahora sospecha una Cistitis. Para confirmar es menester drenar todo el líquido que ocupa la cavidad abdominal. Desafortunadamente, los diuréticos pueden provocar una deshidratación, ya que la absorción de líquidos de forma oral no compensará del todo la eliminación por vía urinaria (amén de que el hematocrito está sumamente bajo).
Después de una nueva estadía de un par de días en un nuevo hospital, Mina está de regreso en casa, malhumorada, tensa por tantas idas y venidas. Cansada pero sin poder acomodarse del todo en la cama. Peor aún: sigue sin comer.
Hay nuevos medicamentos: el diurético, un nuevo antibiótico y una dosis más baja de cortisona que se espera desaparezca en cuatro o cinco días. Es difícil medicar con tantas pastillas a alguien acostumbrado a ser independiente y que, ante las molestias, solía soltar una buena mordida.
Mina está tan débil que no muerde. Si acaso, se enfurruña.
Estoy muy preocupado.

miércoles, mayo 25, 2011

Las adicciones
Reconozco y me declaro culpable de varias adicciones:

- La televisión. Me es imposible ignorar una pantalla. Si acaso lo logro es cuando en ella transmiten un partido de futbol. Fuera de eso, la televisión me emboba y me absorbe. No tengo tele en casa pero cuando visito a mis padres, sobre compenso lo que no he visto en semanas, dándome atracones de series, películas y caricaturas por horas enteras y hasta decir basta. No salto de canal en canal. Mi adicción dista mucho del gourmet. Para mí los comerciales son parte inevitable del platillo (no niego que prefiero que no estén incluidos en la programación pero no les hago el feo, de la misma manera que me como el brócoli con que está guarnecido un buen bife chorizo).

- El pan. Soy adicto a los carbohidratos. Nada me reconforta más que el pan dulce o salado. Puedo acabar, en una sentada con media docena de conchas, cuernitos, ladrillos, piedras, marquesotes, teleras o bolillos . Las hojaldras puedo excusarlas: les falta sustancia. O bien, me empaco tres paquetes de galletas (mis favoritas: Marías o de animalitos).

- El porno. No lo niego. Me avergüenza un poco pero me aguanto. Igual que con las adicciones anteriores, me lo dosifico de forma concienzuda pero me lo administro de manera constante. Tengo mis actrices y actores favoritos, mis situaciones fetiche. Al contrario de los conocedores, prefiero el porno de los finales de los ochentas y principio de los noventas (supongo que porque fue la época en que lo descubrí) que los “clásicos” de los setentas o el porno gonzo más reciente. Sí, soy fanático de algunas de las proverbiales rubias de silicona pero creo que además a mí se me conquista también por el oído.

- Un poco o un mucho relacionado con la adicción anterior, me reconozco voyer. Como un avaro o un yonqui atesoro las contadas situaciones en que he adivinado los jadeos en la habitación de junto en un hotel, de los vecinos en algún apartamento, o de algún compañero de piso. En esos momentos, la adrenalina me cabalga por el cuerpo, afino el oído para captar tanto como sea posible, al tiempo que me oculto para evitar, con mi presencia, la interrupción de su actividad. Hasta ahora esos momentos me los ha otorgado la casualidad. No soy de aquellos que merodean a la caza de la rendija ni espío en las ventanas ajenas, ni tampoco de quienes pagan gustosos por una sesión de sexo en vivo. El carácter casual e inesperado es, creo, lo más satisfactorio de mis contados “descubrimientos”.

lunes, mayo 23, 2011

Ellas
  • Ginger Lynn
  • Christy Cannyon
  • Victoria Paris
  • Ashlyn Gere
  • Tara Monroe
  • Madison Stone
  • Paula Price
  • Julia Ann
  • Anna Malle
  • Sydnee Steele
  • Jeanna Fine

jueves, mayo 19, 2011

Menú para una noche especial
Sashimi de atún en salsa de fresa o vinage balsámico.
Maridaje: Beaujolais nouveau o Montepulciano d'Abruzzo.
Compota de foie o, mejor aún, montado de foie gras a la plancha sobre un trozo de sirloin sellado.
Trufa de chocolate blanco en espejo de mandarina con pimienta.
Maridaje: Scotch de 18 años con un hielo grande.
Lecturas simultáneas

Siendo como soy un culo inquieto, sobre todo en lo referente a la lectura, nunca se me ha dado la disciplina ni la constancia suficiente para dedicar mi atención a un solo libro. Aquellos títulos que me he leído de un tirón (y puedo mencionar como ejemplos Drácula de Bram Stoker o El halcón maltés de Hammett) sólo sirven para compensar aquellos que ni siquiera he podido terminar (en este rincón de la ignominia están La divina comedia, que no he pasado del Purgatorio, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, el Quijote o la Biblia).

Pero ese dejar y reiniciar o retomar no es privativo de textos largos o complejos, si bien es cierto que esas características tienden a fomentar las lecturas tangenciales, suplementarias o de escape.
Ahora mismo estoy brincoteando entre cuatro libros: Cuentos clásicos de Ray Bradbury (la versión de bolsillo de Bantam Books), el Tractatus de Ludwig Wittgenstein, Gödel, Escher, Bach de Douglas Hofstadter y Cómo hablar de los libros que no se han leído de Pierre Bayard.
Hay ciertas razones para la postergación y la lectura intermitente de estos cuatro ejemplares. Mi aventura con Hostadter y con Wittgenstein son ejemplos claros de lo que los gringos llaman “ojos más grandes que el estómago”. Digerir semejantes mamotretos requiere tal esfuerzo que a mi inteligencia le duelen las mandíbulas.
El Tractatus es engañoso: su aparente esbeltez y la facilidad de algunos de los “aforismos” que lo conforman pueden generar la idea (muy equivocada) de su cercanía, cuando realmente está a años luz de distancia de mi plena capacidad de comprensión.
Gödel, Escher, Bach es por lo menos mucho más franco: a simple vista se ve que hay que consumir kilos y kilos de fibra para poder metabolizar ese tabique.
Por la manera en que lo estoy planteando parecería que Bradbury es un divertimento y una pausa entre estos tratados de ciencia y filosofía. Nada más cercano a la realidad. Por alguna razón, a pesar de que me encantan sus cuentos –y que incluso, leyéndolo, he reconocido su influencia en mi propio estilo de redacción-, la fragmentación propia de esta colección, que reúne relatos de Las manzanas doradas del Sol y R is for Rocket (supongo que la versión en castellano debe ser algo así como “C de Cohete”), invitó desde el principio a mi inconstancia.
Bayard llegó de forma más reciente y fortuita.
Para matar el tiempo mientras esperaba a un amigo, entré en una librería (error craso: ¡yo soy peligroso en las librerías! Hay personas que entran a un bar mientras esperan y se beben una cerveza, otros van y se ligan a quien se les para enfrente. Si yo entro a una librería, ¡compro libros!). El saldo fueron tres libros: dos de BeF y el mentado Bayard. BeF está en espera. De Bayard he recorrido ya el 60%.
De este divertido ensayo he sacado varias cosas en concreto. La más interesante y creo que ya ha sido objeto de muchas discusiones previas, es que la lectura de un libro nunca es completa, amén de que la memoria de otros libros y el olvido de ese mismo lo hacen inasible. Así, lo único que nos quedará de la lectura es el libro interior, un libro conformado por lo que hemos podido retener e interpretar con base en nuestro bagaje individual, haciéndolo único y personal, ajeno al que escribió el autor o leyeron otros lectores, y acotado a su vez por el libro colectivo, generado por la relación que hay entre esta lectura y la de otros libros relacionados.
Bayard, Bradbury, Wittgenstein y Hofstadter se enfrentan además de a mi lectura dispersa, a la lucha por la oportunidad. Mi tiempo de lectura se limita a los desplazamientos entre casa y oficina. Así, el avance va lento y no siempre es factible. La lluvia hace que a veces deje algún libro en el trabajo, con lo que, al día siguiente, tomaré alguno otro para la lectura matutina. Así, mis libros son viajeros y cambian de residencia de forma intermitente.
Leer en la noche, en casa, no es posible. La culpa la han tenido cuatro series de televisión, de las cuales ya hablaré después.