lunes, agosto 18, 2003

Ultimo día, primer día

Hace ya más de un mes que le avisé a mi jefe que me iba. Una oferta “difícil de rechazar” llegó a mis manos y la tomé gustoso.
Durante días sopesé, aquilaté los posibles caminos para decírselo sin provocar alguna temida tormenta, además de contrarrestar los llamados de mi siempre mal entendida fidelidad.
La verdad es que no tenía por qué temer tormenta alguna: las compañías han proclamado a voz en cuello la necesidad, la obligación moral, de que los empleados se pongan, se tatúen, la camiseta, pero da la impresión de que se les ha olvidado que también ellas deben ponerse y tatuarse la camiseta del trabajador.
Así, nos entrenamos y nos convencemos de que debemos laborar largas e interminables horas, sacrificar tardes, noches, sábados y días festivos a favor del importante proyecto sólo a cambio de la paga. Y la paga es importante, pero no lo es todo (para algunos sí, para mí, no).
De pronto, un día nos damos cuenta de que la única camiseta que vale la pena ponerse y tatuarse es la propia. ¿Con quién tenemos compromisos más importantes que con nosotros mismos? ¿A quién le debemos más fidelidad y con quién podemos estar más endeudados que con el propio yo? ¿Cuál carrera, proyecto o empresa tiene mayor prioridad?
Estas preguntas son lugar común en cualquier cursillo de autoayuda. Hay centenares de libros al respecto. Pero aún así, olvidarlo es muy fácil.
Pues bien, me fajé los pantalones, me vestí con mi mejor traje, mi mejor corbata y se lo solté a bocajarro.
Los jefes pueden ser muchas cosas a un tiempo. En mi caso, el venezolano (¡alemán venezolano!) era mentor, protector y rol model. Él incluso usaba la peligrosa palabra con “a”: amigo. Nada más lejano ni más misleading (¿cómo se traduce misleading? ¿engañoso?). Los jefes son jefes. Jamás madres, siempre madrastras. Ellos verán antes por sí mismos. Es natural. Basta recordar la prioridad que mencioné apenas.
Ésta, creo, ha sido la lección que se me enseñó mi anterior trabajo.
No es el “cada hombre para sí mismo”, sino el “nadie, por muy cercano, peleará tus batallas por ti”.
Así que le dije "me voy". Y no le importó. Mejor, porque a mí ya no me interesaba quedarme.
Nos dimos un muy educado y civilizado pacto de dos semanas para mi salida. Hubo felicitaciones, preguntas a cerca de cuánto, cuándo y qué haría, incluido un comentario cargado de mala leche. Tal como ya dije, madrastra. Y como también ya dije, decidí que ya no me importaría porque ya no tenía por qué importarme.
Conforme al día final se fue acercando, su nerviosismo se hizo patente. Ya no fue tan flemático al respecto de mi partida. El pánico le entró un par de veces cuando sintió que los proyectos no se terminarían a tiempo, al grado que un día exploté diciéndole que, desde mi punto de vista, estaba sobre reaccionando.
Algo común en los grandes jefes, cabezas de empresa, es la certeza de que las cosas se harán como lo piden. Sus deseos son órdenes. La experiencia nos confirma que si ellos son los responsables de proponer políticas o procedimientos, ellos mismos serán los primeros en violar las reglas establecidas, haciendo compras sin requerimientos necesarios, etc., a sabiendas de que la organización y sus estándares se doblarán o se ignorarán para cumplir con sus caprichos.
Esta vez no fue la excepción. El venezolano jamás le avisó a la gente de RH de que yo me iba. Lo sospeché, así que fui con ellos por la mañana del último día para hacérselos saber. Y mi jefe, mi exjefe, me jugó la última: yo planeaba dejar la oficina a eso de las tres de la tarde, después de haber enviado un correo de despedida tanto a mis excompañeros como a otros contactos. Al final, dejé la oficina casi a las siete de la noche, el último en una oficina vacía, como siempre, ya retrasado en mis compromisos personales y sin enviar mensaje alguno.
Al llegar a casa, bastante tarde, pues acompañé al Chulo a comprarse un traje (difícilmente veo al Chulo y más difícilmente él se compra un traje, así que supongo que el esfuerzo valió la pena), una horda de salvajes me recibió con gritos desaforados de felicidades. Mi Cronopio querido había organizado una fiesta sorpresa.
Fue lo mejor de todo.
Lo mejor del último día. Mi primer día sin los alemanes.