miércoles, julio 15, 2009

Elegía III

Aún hoy me confundo con su nombre. Nunca atino a saber si llamarle Claudio o Enrique.
La primera vez que lo conocí me fue insufrible. No he olvidado aún su actitud de perdonavidas ante la poesía.
La segunda vez que lo vi, era el novio-amante de una de mis amigas. Con ella tuvo una relación a tres, a cuatro, a muchos, en la que hubo altas, bajas, rompimientos desgarradores y regresos cotidianos.
No puedo, a ciencia cierta, consciente o inconscientemente, separar el recuerdo que tengo de Claudio del de ella, o de la relación de matrimonio abierto que mantuvieron por más de diez años.
Les recuerdo juntos, seduciéndome a instancias de él. Les recuerdo cazando en un bar. Le recuerdo apasionados o completamente fríos y distantes.
Cuando migraron a California, yo fui –lo reconozco- uno de aquellos que pensaron que se tirarían a una vida disipada de drogas y orgías. Nada más lejos de la realidad. Trabajaban de manera cumplida, paseaban, tenían vida hogareña. Enrique hacía largas sesiones de yoga.
Fue allá donde comenzó el problema renal.
Regresaron a México y, aunque por fuera parecía que volvían a lo mismo (a veces viviendo juntos, a veces por separado, ella en casa de su madre, él en la de sus padres, en ocasiones ambos viviendo con los padres de él), hacia el final rentaron una casa propia. Y Enrique –que a veces era Claudio- inició a consumirse.
La última vez que lo ví, su piel era gris y se pasaba de continuo la lengua por los labios.
La siguiente vez que supe de él fue cuando Sandra me llamó por la madrugada a Barcelona. Enrique había muerto. De eso hacía ya varios meses pero hasta ese momento ella reunió el valor para decírmelo. Estaba diciéndoselo a si misma. Con voz de viuda. Era una esposa que le telefoneaba a un amigo –que también era un examante- para decir que su esposo estaba muerto.
Noté cuán triste estaba. Al terminar la conversación me costó mucho volver a dormir.
A mi regreso a México, la busqué. Hablamos de él. De ella. De la depresión que la asaltó durante meses y de la cual no terminaba de salir.
Pero no podía ayudarle. Por mucho que la quiero y la he querido siempre, no podía y no puedo ayudarle. Tal vez porque nunca supe si llamarle Claudio o Enrique, o porque nunca me gustó su poesía. O porque, aunque compartí como invitado la cama de los dos, el esposo de mi amiga nunca fue mi amigo.

martes, julio 14, 2009

Elegía II

El Mago era gordo. Tanto, que un día un chico delgadito pasó junto a él y comenzó a dar vueltas, rodeándolo:
- ¿Qué te pasa, buey?
- Me atrapaste en tu campo de gravedad
.
Le recuerdo escribiendo poesía, canciones, pequeños cuentos, con la lengua de fuera, en un estudiado signo de concentración. O tocando la guitarra y cantando letras complicadas con música sencilla.
Era muy pragmático para algunas cosas. En sus propias palabras, conocía cuál era su mercado y cómo atacarlo. Por ejemplo, sabía perfectamente cuáles cuerdas tirar conmigo, qué botones presionar. Como cuando me reclamó, a través de un cuento, la aventura que tuve con una de sus exnovias -¡es pecado tener una relación con la ex de un amigo, no importa si es seria o banal, ni hace cuanto terminaron!-, o cuando, después de no vernos por años, fui a escucharle tocar en un bar y al descubrirme dijo: “Mira, un vampiro”, y todo lo que estaba roto entre nosotros se arregló de inmediato.
En muchas otras cosas era idealista y romántico. Creyó siempre firmemente que podría bajar de peso -¿cuántas veces inició una dieta? Tantas como rebotó. La misma cantidad de veces que actuó en alguna obra de teatro o que dirigió otra-. Estaba convencido de que el whisky era la bebida correcta para las personas de su condición, así que se ponía unas borracheras que cualquier escocés con kilt le envidiaría.
Se creyó poeta. Y maldito. Enamoraba chicas menuditas y guapillas, a sabiendas de que no tenía nada qué perder y mucho que ganar. Y ganó varias veces.
- Dos frases célebres:
"- No me pongo esa camiseta negra porque me aprieta.
- ¿Te queda chica?
- No, me hace ver más prieto."

"Yo soy un escritor de peso... completo."-
Se lanzó a vivir la vida con la intuición (¿o la conciencia?) de que le duraría poco.
Sí. El Mago era gordo. Pero, sobre todo, era un buen amigo.

lunes, julio 13, 2009

Wotan

Hace unas semanas salí del hotel a correr. Cerca hay un parque con una pista. Es una pista pequeña, pero por lo menos más entretenida que la corredora fija del gimnasio.
Una buena oportunidad para que me diese el aire de la mañana.
Así que me levanté temprano, esperando que el calor no fuera tan espantoso como temía.
Para llegar al parque había que bajar por la avenida, cruzar por un puente peatonal y seguir bajando.
Mientras atacaba corriendo la rampa de subida al puente, un ruido extraño pasó por mi oído derecho. Algo como un zumbido o un aleteo. Sacudí una mano para alejarlo. Tal vez un insecto.
A los pocos pasos, otra vez el mismo zumbido y un revuelo de aire en la oreja derecha. Levanté la mirada y vi volar un pájaro negro.
Bajé del puente. Llegué al parque y corrí, y corrí. Le di ocho vueltas a la pista, juntando casi nueve kilómetros en unos cincuenta minutos. Sudé hasta que sentí, a cada paso, los suaves golpes en que me daba en el abdomen la camiseta empapada de agua.
Inicié el regreso al hotel corriendo aún.
En la rampa del puente y, una vez más, sentí el aleteo sobre el oído derecho.
Subí la vista. Un ave negra.
Seguí adelante. Los pases se repitieron tres veces más.
Incluso un peatón que esperaba el autobús quedó perplejo y maravillado, sonriendo, mirando al pájaro alejarse por encima de mi hombro.
Llegué por fin al hotel, confundido y hasta un poco inquieto, pensando en Memoria y Pensamiento, en si los hados me estarían enviando algún mensaje.
- Para ser públicamente ateo, a veces soy profundamente supersticioso, observador de augurios en derredor. -
Seis pases me dieron las aves negras -en México no hay cuervos, supongo que habrán sido urracas o estorninos-. Consulté durante seis días mis sueños, buscando las claves o los mensajes que me habrían traído.
Si lo hicieron, no llegué a adivinarlos.