viernes, diciembre 23, 2005

Ella se va de casa. Adiós, adiós.

Mi madre nació a inicios de los 40’s. Más una contemporánea de Elvis (aunque nunca férrea seguidora) y de otros rocanrrolleros, los Beatles le llegaron tarde. Fue hasta mi adolescencia, cuando me dio por rescatar del polvo los acetatos que mis tíos habían dejado en la casa de los abuelos, que el cuarteto entró a nuestras vidas.
Así, los descubrimos juntos. Incluso, se hizo de una canción favorita: “She’s leaving home”, del Sargent Pepper’s. Pero, a pesar de contar con un título de secretaria bilingüe, algo en la mente de mi madre decidió cambiar la historia: para ella, quien se va es la madre, no la hija.
Hemos discutido esto varias veces. No le importa, sigue con su interpretación.
Ahora, que creo haber superado las etapas sucesivas de “mis padres lo saben todo” y “los viejos no tienen ni idea”, concuerdo: su versión es mejor.

sábado, diciembre 17, 2005

Imágenes barcelonesas (X)
Hacía un rato grande que no veía a nadie llorar a gritos. Por eso me sorprendió tanto oírla desde el extremo de la calle, aferrada al teléfono público como a una cuerda salvadora.
Rogaba con un llanto acuoso, a moco tendido, esgrimiendo razones que, en su desesperación, repetía, dejándolas ajadas e inservibles.
Hubiera querido seguir escuchando pero la certeza de su desgracia íntima exhibida así - en plena calle, en público -, me obligó (y supongo que a los demás también) a huir, tratando de rescatar, en lo posible, el decoro.

martes, diciembre 06, 2005

Imágenes barcelonesas (IX)
Eran tres chicas. Las proverbiales rubia, castaña y negra. Iban sentadas en esos asientos de cubo en los cuales dos ven hacia al frente y dos hacia atrás, muy prácticos para la socialización, pero terribles para viajar cuando, como yo, te mareas con facilidad.
Iban platicando de su trabajo más reciente y de sus respectivos portafolios, criticando a la jefa o dueña de la agencia para la cual trabaja cada una de ellas. Aunque suene a cliché, todo en ellas lo era: sus pieles perfectas, sus cabellos y ojos brillantes y coloridos, su delgadez imposible, su no del todo superada adolescencia. Llenaban con exactitud y precisión el lugar común de las modelos. Hasta en el tono y en el tema de su conversación.
No pude evitar preguntarme ¿qué es lo que Desmond Morris escribió con relación a los especimenes como estos, si es que escribió algo? ¿Dónde está la certeza y la igualdad del mono desnudo, hijo de la evolución selectiva? Me descubrí fiel representante de mi sexo, chovinista, deleitándome, muy a mi pesar, con su obvia belleza y fragante superficialidad.
Días, semanas después, mientras caminaba, me topé con otro digno espécimen, este más maduro y, por lo mismo, con una mayor certeza de su sensualidad. Era imposible no verla. Su gran estatura era acentuada por interminables tacones de aguja. Una vez más el brillo de su piel, cabello, ropas, todo, la hacían blanco de la miradas evidentes y subrepticias. Cumplía al pie de la letra con la definición de glamorosa, incluso en su sentido más peyorativo.
Ésta era acompañada por un hombre que, al lado de cualquier otra mujer, probablemente, hubiera sido considerado como normal o tal vez atractivo, pero que perdía por completo cualquier asomo de personalidad propia en la cercanía de la bella. Incluso, el término “era acompañada” es demasiado benevolente. Más parecía que la escoltaba, de cerca, pero nunca junto. Siempre atrás, a su sombra. Imposible confundirlo con un guardaespaldas: el hecho de que ambos vistieran de la misma manera (con excepción obvia de los zapatos altos) y un aire de satisfacción, de autosuficiencia, que a veces, aunque no siempre, asomaba en los ojos de él, y que delataban cierta posesión, le colocaban en el estatus de novio o amante. (Esa mirada aparecía, sobre todo, cuando él descubría en otros ojos la admiración hacia su mujer, como diciendo “envídiame”.)
Altiva y soberbia, la mujer requería sobre sí una cantidad ingente de atención. Sus modos lo demandaban. Tuve que preguntarle a mi acompañante si se trataría de alguna celebridad. No. Por lo menos no de una que nos fuese conocida.
Ahora, tiempo después de mi acercamiento con la belleza, caigo en cuenta del rasgo común y más significativo en las cuatro mujeres: ese perenne rictus de asco que torcía sus labios y fruncía sus narices.
Tras ser consciente de su existencia, lo he notado en muchas otras mujeres atractivas en esta ciudad y me pregunto por qué lo harán, qué es lo que les provoca tanto asco…
Dos conciertos

Terrible es el destierro y, sin embargo, tiene sus compensaciones.
Hace años ya, le hice una petición a un conocido, novio de una amiga. El hombre respondió con un reto: si Rush, el grupo de rock canadiense, tuviera alguna presentación en México, yo tendría boletos preferenciales.
Más que ganarle, hubiera preferido convertirme en su amigo (siempre he tenido debilidad por las personalidades brillantes). Pero esa es otra historia. El punto es que, ese, mi grupo favorito, dio un concierto en México. Una sola función. Solo para demostrarles a los incrédulos, a los falsos profetas y a “los hombres de poca fe” que sí, que ellos existían.
El concierto fue tal como lo escuché tantas veces antes en sus grabaciones en vivo. Fueron tres horas de música pura y dura. De la maestría de Neil Peart; del gritante de Geddy Lee, vocalista (que por lo menos ya aprendió a moderarse un poco) y de Alex Lifeson, un guitarra siempre fiel. Y en asientos de tercera fila, gracias a las cortesías de quien nunca pasará de grato conocido.
No había sentido ese síndrome de Stendahl hasta hace dos semanas, acá, en Barcelona. Un hombre, leyenda ya y a quien creía muerto se presentó, o mejor dicho, “resucitó tras tres días”, para dar un claro ejemplo de la belleza de la música.
El señor Dave Brubeck y su cuarteto.
Pensarlo y recordarlo hace que se me erice la piel.
Tocaron tanto y tan poco. Cuatro caballeros en límpida etiqueta negra, interpretaron Pennies from heaven, The way you look tonight, Stormy weather, Caravan, Aleluja (de la misa de Dave Brubeck) y cerraron con Take five.
Espero que hoy, 6 de diciembre del 2005, el maestro Brubeck disfrute en su cumpleaños número 85 tal como lo tiene planeado: tocando con sus hijos, acompañados nada menos que por la Orquesta Filarmónica de Londres.
Sólo me pesó el destierro en una cosa: me hubiera gustado que mi padre, el hombre que me introdujo a jazz, y en particular a este músico, hubiera estado allí conmigo. Pero supongo que es alguna especie de maldición. Con Rush también me faltó un gran amigo: el maestro Alberto Chimal.

lunes, diciembre 05, 2005

Imágenes barcelonesas (VIII)

Estoy parado ante un alto. En la otra acera una chica habla por celular. La veo y me llaman la atención su blusa verde, sus calzoncillos amarillos (con forma de trusa de hombre) y la tela negra que va de su cadera izquierda a su rodilla derecha. Cosas de la moda, me imagino.
Cuando el semáforo cambia a verde, ambos nos damos cuenta: la falda se le está cayendo. La chica trata de recogerla al tiempo que camina y sigue hablando por teléfono.
¿Qué es lo raro aquí: las situaciones, la ciudad o sus habitantes?
Imágenes barcelonesas (VII)

Hace unas semanas descubrí el verdadero bar clandestino. No tenía nada que ver con lo que aparece en las películas o con lo que nos quieren hacer pensar los escritores de novela negra. Era, probablemente, el lugar más tranquilo en Barcelona.
Lo conocí de noche, tal cual dictan los cánones. Regresaba a casa después de ir a beber y bailar con los chicos de la escuela. Una pareja se me acercó, preguntándome si conocía el sitio. Les dije que no, pero que con gusto les acompañaba en su búsqueda.
“La segunda calle a la derecha. Un portón metálico a la derecha, con jardinera en el primer piso”. Las instrucciones eran más bien difusas: la mayor parte de los edificios en esta área tienen puertas metálicas y casi todas las ventanas tienen plantas y macetas.
Mientras buscábamos, se nos unió un hombre. Nos dijo que él sabía exactamente cuál era la puerta y lo seguimos. No había nada que perder. Llegó a un lugar que cumplía las señas, tocó y abrieron un poco. Un individuo nos preguntó cuántos eramos. Sin palabras claves ni indicaciones de “me envía tal”.
Tal como dije era un lugar calmado. Justo lo que deberían ser los bares al margen. Había sillones y sofás que no hacían juego, posibles rescates de la basura, debidamente retapizados, una barra y, en un salón adjunto, una mesa de billar. Música y conversaciones eran en tono bajo, para no molestar a los demás y, por supuesto, para no llamar la atención de vecinos ni policía.
Estuve unos cuantos minutos allí. Ni siquiera ordené una cerveza ni nada. Ya era muy tarde para el alcohol o, por lo menos, para mí. Casi las seis.
Me acerqué a la puerta y pedí mi salida. El portero abrió, revisó afuera y me dejó salir.
Cansado y, para qué negarlo, un tanto decepcionado por la falta de sordidez de mi primer encuentro con lo tan cacareado “clandestino”, me dirigí a casa.

miércoles, octubre 19, 2005

Imagenes barcelonesas (VI)

Eran dos chicas jóvenes (una guapa y una que no lo era) y una mujer madura. Estaban frente a un edificio, con sendas maletas y con pinta de perdidas, examinando, alternativamente, un trozo de papel y el número en la pared. La mujer mayor caminaba un poco en una dirección hasta la siguiente puerta, regresaba, caminaba un poco más allá, hasta la esquina, y volvía otra vez con cara de incomprensión.
Pasé de largo. Me arrepentí y me acerqué. “¿Puedo ayudarles?”, dije con mi mejor acento Toluquian-Oxford.
Buscaban el número 1-3 de la calle Comerç. El edificio es el número 2 y la siguiente puerta, el 4. Les dije que eso era habitual: después de tirar casas viejas y construir un nuevo edificio, este toma, a un tiempo, los números de las viviendas sustituidas. También les dije que en este lado de la calle los números son pares, en el otro estarían los impares.
Seguí mi camino.
Seguramente no me entendieron (no lo dudo, mi acento es tan fuerte que a veces ni yo mismo comprendo lo que digo), porque la mujer se aventuró más allá, hacia donde comienza la calle.
Mucho más adelante vi el número que buscaban.
Les hice señas con la mano, luego con el brazo. No volteaban a verme. Regresé. Le dije a la más guapa en donde estaba el edificio y se fue en busca de la mujer.
It’s the redish one, dije a la otra mientras se lo señalaba con el dedo.
Me fui satisfecho.
Creo en iniciar “las cadenas de favores” e, ingenuamente, en la intrínseca bondad de los extraños.

miércoles, octubre 05, 2005

Imágenes barcelonesas (V)

Debido a un auto impuesto retiro de las calles (retiro que después comentaré), había olvidado a la fauna que habita y transita en el metro.
Más que sentada, estaba echada sobre el asiento, con los pies recargados en el de enfrente y las rodillas recogidas. Aunque su delgadez era llamativa, el rasgo que más saltaba a la vista era su cabello color rosa violento, en donde se notaban ya unas profundas raíces rubias.
Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y ésta pasaba por el hueco de atrás de una gorra de béisbol. Remarco mucho esto porque peleaba lenta y tenazmente por quitársela, con la mirada literalmente perdida y sin control completo de las manos.
En el tiempo en que la estuve observando (el necesario para viajar tres estaciones), perdió un par de veces la idea, la recuperó, desfalleció, lo intentó otra vez y, por fin, lo logró; sólo para intentar después volverse a colocar el gorro, ahora sin pasar el cabello por el aro.
Por un momento pensé en que sería una yonki callejera. Reforzaban mi idea su delgadez enfermiza, una cierta falta de limpieza en sus ropas y el rostro cenizo, sin brillo. Pero el pelo, las manos y la misma gorra, que intentaba colocarse una vez más, me hicieron cambiar de idea. Esas cosas estaban muy limpias.
Fea no era. Tal vez demasiado chata para mi gusto. Pero definitivamente su mirada sin brillo y la lentitud y descoordinación de sus movimientos cancelaban a mis ojos todo su posible atractivo. Su imagen me causó, me causa aún, cierta tristeza. Más bien, melancolía. Supongo que tienen razón quienes me han dicho que hay un límite a la cantidad de cosas que te puedes meter en el cuerpo.
Que se entienda, la suya no era una imagen de suciedad. Más bien, lo era de dejadez.
Reconocí entonces qué es lo que me causa tristeza y angustia cuando veo a otros como ella: la certeza que emiten de que han perdido el control.Por eso les temo: porque yo necesito tener el control todo el tiempo y no puedo pensar en que alguien lo pierda de manera voluntaria, reincidente, ni metódica, tal como me dio la impresión que lo hacía la chica del cabello rosa.

martes, octubre 04, 2005

Nueva declaración de principios

Tengo ahora un nuevo propósito: escribir más seguido.
El problema con esto es que escribir más no significa escribir mejor. Si bien es cierto que lo que hasta ahora he publicado aquí no es merecedor de ningún premio, por lo menos son cosas de las cuales no me avergüenzo.
Basta.
Sigamos adelante y no perdamos el tan deseado impulso inicial pues, como podemos inferir de la primer ley de Newton, es el más difícil de tener.

* * *

Volar, volar

En orden serían más o menos estas:
Air France
Aeroméxico
Mexicana
Taesa (antes de que se les cayeran los aviones)
Delta
Norwest
Aerolíneas Internacionales
Continental
American Airlines
Aerocalifornia
Aerolíneas Azteca
Aeromar
Aerocaribe
United Airlines
Air Canada
Alitalia
British
Iberia
Raynair
KLM

Creo que nunca Aviacsa

jueves, julio 07, 2005

Imágenes barcelonesas (IV)
Frente a Plaza Universitat, en la salida del metro, se coloca, desde el mediodía, una chica rubia, guapilla. Supongo que ha de ser rumana o búlgara, por sus ojos azules, con mucho rimel, y su piel blanca, de europea del este.
Cuando llego a pasar por allí (en autobús o a pie, rumbo a casa), la veo sentada en la barandilla, como una colegiala que espera a su novio o a sus amigas a la salida de la escuela, vestida de jeans y camiseta de tirantes.
En su defensa puedo decir que tiene buenos gustos: de vez en cuando la veo sonreírle a los muchachos y a los hombres jóvenes que pasan por allí, camino a Plaza Catalunya o al Raval.
Y me pregunto, ¿cuánto más le durará su dulce coqueteo antes de que se vuelva agrio y duro, como el de las otras prostitutas rumanas, excesivamente maquilladas, que están a unas cuantas manzanas de distancia? Ojalá que mucho tiempo.

lunes, junio 27, 2005

Imágenes de otras partes del mundo (I)
Estaba en Londres. Ya olvidé en qué calle. No recuerdo si iba hacia el Museo Británico, o venía de Trafalgar Square. Lo único seguro es que en Picadilly Circus no estaba.
La cosa es que, en el mejor clima londinense, hacía frío. O, por lo menos, yo lo sentía.
De la nada (y por el lado correcto de la calle) se oyen bocinas y gritos. Una manifestación de pro-ambientalistas, en bicicleta y desnudos, está pasando frente a nuestros ojos. Imagínate gente común y corriente - gente que incluso preferirías imaginártela con ropa - desnuda, con ese clima, y en bicicleta. (Pero eso sí, con cascos de ciclista: ¡no hay que olvidar las precauciones!)
A mí me sigue dando frío.

miércoles, junio 22, 2005

Chismógrafo literario

Estás atrapado en Fahrenheit 451, ¿qué libro te gustaría ser?

Hace años (tenía como 14 años) le platiqué de memoria un libro a la mujer de la panadería. Poco fiel sería conmigo mismo si escogiera otro. Así pues, me asumo la personalidad de Los tres mosqueteros, para recorrer el camino de París a Calais y de allí a Londres, regresar, ir al sitio de La Rochelle, pasar una noche en brazos de Milady y “combatir a esos pobres diablos de hugonotes”.

¿Alguna vez te enamoraste de algún personaje de ficción?

Estoy convencido. Creo que de varios. De Constanza Bonarcieurx, de Becky Thatcher, de la franca heroica de Las Mil noches y Una noche. Y también, para qué negarlo, del mismo D’Artagnan (con Constanza muriéndosele en los brazos), de Mr. Harrison Fish y de su némesis, Harras, de La Hora de todos.
Me he enamorado de tantos…

El último libro que compraste fue...

No sé cuál es el último… La adquisición más reciente fue La sociedad postcapitalista del viejito cabrón de Peter Drucker (ah, la de cosas que tiene que soplarse uno para poder decir que se tiene idea de algo).

¿Qué estás leyendo actualmente?

El último tomo de El vizconde de Bragelonne, en una hermosa edición ilustrada, con forros en tela, en papel couché y letra a 11 puntos, de Mondadori (me tardé años en conseguir una edición bonita, pero lo logré)

Cinco libros que llevarías a una isla desierta:

- La isla misteriosa de Julio Verne. Cuando leí ese libro decidí que abandonaría la arqueología y, pese a la paliza con la que me amenazó mi padre, decidí volverme ingeniero (después descubrí, con gran pesar y decepción, que los ingenieros ya no aprendemos a hacer todas las cosas de las que es capaz el ingeniero Ciro Smith). A ver si soy capaz de convertir una isla desierta en un paraíso post-industrial.
- Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Pa’ poderme volver loco con estilo.
Y los tres libros que me he reservado para mi retiro:
- El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
- La Guerra y la paz
- Los miserables
¿Por qué esos tres? Tal vez porque en la casa paterna las versiones de Aguilar daban miedo y uno iba postergando el acercamiento a libros tan gruesos, empastados en piel, con hojas de papel cebolla, a dos columnas y letra a 9 puntos. El problema radica en que no vendrían solos: les acompañarían el resto de las Obras Completas que viven en los mismos volúmenes, apretujadas en esa letra tan pequeña y esas hojas tan delgaditas.
No sé si me lo pasaría bomba o no pero, de que mejoraría mi vocabulario, de eso no hay duda.

Imágenes barcelonesas (II y III)

Rocafort es una estación de metro femenina. O, por lo menos, eso me parece cuando salgo de ella todas las mañanas: único varón en un pelotón de mujeres que van al trabajo, a la escuela, de compras.

* * *

Katy, siempre sorprendente en acento e historias, describe su relación con un novio de años, novio que tiene una peculiaridad: necesita cagar chingo. En pelotas. Desnudo, pues.
Yo sonrío cuando me imagino entrando en el baño de un restaurante, de la oficina, o, incluso, en el campo, encuerándome para cagar a gusto. ¡Yo, que uso el baño como biblioteca!
No puedo concebirlo. ¿Alguien podría?

martes, junio 21, 2005

Imágenes barcelonesas (I)

Voy caminando por la calle. Diez metros delante de mí, mientras espera la luz verde para pasar la calle, una mujer de veintitantos se dobla en ángulo recto para dejar las bolsas con la compra en el suelo.
Junto a mí, otra mujer, de cincuenta y muchos, rezonga y protesta por lo bajo. No es para más: la joven lleva una minifalda tan breve que, cuando vuelve a enderezarse, no le llega ni a la mitad de los muslos.
¿De qué color eran las bragas? No sé. No pude ver tela alguna.
Ahora, que lo recuerdo, aún sonrío.

lunes, abril 11, 2005

Escenas de Esgrima (II)

Aún me dura la emoción del primer día, y la de mi primera victoria a cinco puntos. Y la del día en que me dieron el peto blanco: mi flamante uniforme de mosquetero.

Ahora los días ya no son tan nuevos, pero no pierden su brillo. Siendo un simple aprendiz, debo enfrentarme con los tiradores de más experiencia. No sé si avanzo. No sé si logro perder los malos vicios del querer aprender, por cuenta propia, a manejar la espada: los vicios de “los tres mosqueteros”, de “don Juan Tenorio”, de “el capitán Alatriste”.

El manejo del sable es muy distinto. Con la espada te defiendes y atacas soltando estocadas. Con el sable hay que darle de tajos al oponente.

Escenas de Esgrima (III)

Presumido y bocota como soy, comenté que alguna vez participé en un combate teatral. Mis compañeros recitaron entonces líneas de Cyrano.

Hace unos días, uno de ellos, tal vez el único con quien iniciaba cierta amistad, me retó con un “venga, pues, señor Zorro”, mientras se colocaba en posición de línea, teatral y exagerada. Bromeando, me puse en guardia en alta primera. Y, jugando, nos lanzamos el uno contra el otro. Aunque llevábamos el equipo (careta, peto, guante), el ataque fue tan descompuesto que le di una estocada en la ingle, exactamente en donde no hay protección.

Él gritó. Detrás de la careta, me puse blanco. Le rogué perdones. Le pregunté si estaba bien. Lamenté el estar jugando. Me dijo que no había problema, que era un accidente, que él lo había provocado, que él también había jugado.

No me fijé si el maestro de armas (¿todavía se les llamará así?) nos vio. Lo que es cierto es que no dijo nada. Tuve la sensación, como cuando era niño, de haber hecho algo malo, que poder ser descubierto en cualquier momento y de que me regañarían.

Terminamos de tirar con dificultad y timidez.

Al día siguiente, llevé una paleta mexicana de dulce, de esas que no existen por acá, como ofrenda de paz y para ofrecer mis disculpas. Pero mi compañero no asistió.

Ahora, en los entrenamientos, soy mucho más conciente de mis actitudes, de mis movimientos y de mis comentarios. Procuro ser más mesurado con la boca (difícil en mí). Además de que tengo ahora la conciencia de mis movimientos desgarbados, faltos de soltura y gracia.


Escenas de Esgrima (IV)

Por alguna razón el maestro me nombró capitán de equipo para una ronda de enfrentamientos. Me ha tocado contra una chica bajita y zurda.

Me cuesta mucho enfrentarme a ellos, a los avanzados. Creo que hago el ridículo. Que me falta el ritmo. Que mis paradas están siempre mal ejecutadas. Que ellos no aprenden enfrentándome, que los lastro en lugar de ayudarles. Y con los zurdos es peor, pues ni siquiera sé bien cómo cubrirme ni por dónde atacarles.

El ataque fue en distancia corta. Uno debe ser rápido. Hay que saber exactamente qué se va a hacer previamente, de otra forma, te pillan fuera de posición. Ataqué una y otra vez como me habían enseñado: de inmediato, con fondo en tercera a cabeza. Así le hice dos puntos a mi adversaria. Pero cuando me tomó la medida, logró cubrir el ataque y tuve que romper de prisa.

No pude verme, pero sé que mi retirada era cómica, completamente descompuesta, con el arma fuera de posición, abandonando el perfil. Descubriéndome.

Por lo menos lo hacía con la velocidad suficiente para dejarla corta. El maestro no dijo nada. No se rió. No hizo comentarios desaprobatorios. Pero sé que estaba mal hecho.

Hasta eso no puedo quejarme: esta falta de técnica me ayudó. Vencí a mi oponente con cinco toques a dos. Al final, mi equipo logró la victoria 30 a 26.

Nada mal para un aprendiz de mosquetero ascendido, de pronto, a sargento.

Lo que es cierto es que los moretones siguen llegando a mi cuerpo: en la mano, en el muslo, en la axila (¡ah, cómo me dolió ese golpe!, tanto físicamente como en el amor propio, sobre todo porque me entregué solo). Marcando, espero, algún progreso.

Escenas de Esgrima (V)

Mis padres han venido de México. Y como yo siempre abuso de los que me quieren, les he pedido que trajeran mi equipo de esgrima. Así que han traído mi sable, dos guantes y una chaquetilla.

No recordaba lo distinta que es mi chaqueta para espada comparada con la de sable. La principal diferencia es el lugar del cierre. Mientras que el peto de sable se cierra al frente a la izquierda, la chaquetilla de espada tiene el cierre en la espalda. Ahora tengo que pedirle a mis compañeros (con quienes no tengo aún confianza) que me ayuden a ponérmela y a quitármela.

Además de ello, resulta que tiene marcas de óxido en el pecho. Ya intenté quitárselas con cloro y detergente. Nada. Sólo logré hacer manchas azuladas alrededor de las líneas amarillas.

¡Y pensar que yo quería bordarle una cruz de Santiago o una cruz Templaria encima del corazón!

Creo que tendré que abandonar la idea.

sábado, abril 09, 2005

Escenas de Esgrima (I)

Por fin he iniciado con la esgrima. Para fines prácticos, estoy cumpliendo hasta ahora con las metas pendientes desde el año 2000: tomar clases de esgrima, aprender a bailar tango, poder hacer un streap tease con decoro.

Van dos de tres.

Y la esgrima, o por lo menos el manejo del sable que trata de inculcarme (infructuosamente) este maestro de la escuela hungaresa, resulta ser más peligrosa de lo que yo me imaginaba. Todos los días amanezco con moretones en algún lugar distinto.

Pero esto no es más que un pequeño pago que acepto gustoso.

miércoles, abril 06, 2005

La biblioteca del doctor Montesinos

Querido Alberto:

Esta Semana Santa he visitado Valencia y Moraira. Me hospedé en el apartamento de los padres del novio de mi hermana (¡vaya una forma muy complicada de describir una relación muy simple!).

El punto es que, el doctor Manuel Montesinos, el futuro suegro, tiene una gran biblioteca en su piso de Valencia. Muchos años de volúmenes. Y entre libros de anatomía, manuales de medicina, otros varios que no encajan en una clasificación clara, está lo verdaderamente interesante de la colección: más de mil volúmenes de ciencia ficción, misterio y novela negra.
Descubrí desde las obras completas de Agatha Christie (no sabía que fueran tantas), recopilaciones de los premios Hugo, Nébula y antologías hechas por Isaac Asimov (muchas de ellas cuestionables), hasta ejemplares verdaderamente extraordinarios: “La rata de acero inoxidable” de Harry Harrison, dos o tres números de Tarzan de Burroughs, “La invasión de las salamandras” de Karen Capek, una antología de “literatura de anticipación” (el mero hecho de usar ese eufemismo hace que la recopilación ya valga la pena, amén de estar editada en pasta dura, con sobreforros de aquel plástico duro que les ponían a algunos libros en los años setentas), junto con muchos otros más, que no logré ver pero que intuyo existen.

El doctor Montesinos ha vendido el piso para mudarse definitivamente a su casa en Moraira, hermosa, grande y a escasos 50 metros de la playa. Con esta mudanza ha notado que no todos los libros podrán moverse con él, máxime cuando la casa de Moraira ya está también repleta.

Así que ha decidido contactar a los libreros de viejo en Valencia. No sé nada de los tratantes de este lado del charco, pero si se parecen un poco a los que tenemos en México, estoy seguro que reconocerán las cosas buenas y rescatables, pero no las pagarán. La esposa del retirado médico de la fuerza aérea española tiene, desde mi punto de vista, gran razón cuando afirma que le pagarán todos sus libros por el peso.

Esta carta no tiene tanto la intención de que salivemos pensando en la belleza de la colección y en lo que podríamos hacer si cayera ante nuestros ávidos ojos. Tampoco que lloremos sobre la leche derramada (demasiado peso y demasiada distancia para que salvarla sea factible) sino, más bien, brindar el testimonio de que esta biblioteca existe aún, que existió (al contrario de las imposibles colecciones que Borges menciona en sus laberínticos cuentos) y que, lástima, se perderá en la falta de memoria de los estantes de usado.

Esperemos, por lo menos, que la colección no sea usada dentro de unos años como papel maché para hacer las bellas (y efímeras) esculturas falleras, esos sueños que duran una semana y que terminan iluminando la noche de San José con hogueras gigantescas.

domingo, febrero 06, 2005

Día uno

Todos han tenido un año uno. Recuerdo mucho el cómic que con ese nombre hizo Frank Miller. El primer año de vida de Bruce Wayne como Batman.
Clásica es ya la imagen de Bruce echado en un sillón tirando sangre después de su primer salida. La cosa no había salido bien. Su primer enfrentamiento con el enemigo había sido lamentable. Rogándole al fantasma de su padre, espera una revelación. Y llega. Un murciélago a través de la ventana.
Todos sabemos que Bruce ya está condenado de antemano. A pesar de sus heridas sangrantes. Seguirá. Es su sino.
Hoy, yo me he enfrentado al mío. Venía de comprar el pan y el periódico (ese día se incluía una película: “Doctor Zhivago”). Calle abajo gritaron “al ladrón”, “policía”, “deténganlos”. Les he visto correr hacia mí con un bolso amarillo y negro en las manos. Y no pude evitarlo. Ha sido más fuerte que yo.
Venían corriendo por Comercio y, al llegar a Princesa se separaron. Uno tomó por allí, el otro por Tantarantana. Corrí detrás de ese último, gritando “detente, cabrón”.
Mientras corría pensé, no debo apretar mucho el pan, que lo voy a romper.
De pronto, sentí un empujón por la espalda, oí un ruido de plástico que se quebraba y caí al piso. Mientras caía, oí el motor de una motoneta. Ya en el piso alcancé a ver como otro de los perseguidores pasaba a mi lado.
Me quedé allí un momento. El periódico tirado por un lado, la película por allá. La barra de pan partida en tres trozos, uno más corto que los otros: el lugar por el cual la iba tomando mientras corría.
Me incorporé y noté el dolor en una mano, en el hombro y, sobre todo, en la rodilla. Me recargué a un poste y quedé sentado en la calle.
Eventualmente llegaron los mirones. Me sorprendió que no llegaran antes. En mi país yo ya estaría rodeado. Una chica llegó junto a mí y me preguntó si estaba bien. Le pregunté qué le habían robado. Nada, ella y su padre también eran perseguidores. Luego llegó la pareja francesa, ofreciéndose a llamar una ambulancia. Después, la mujer de amarillo que había visto la matrícula de la moto. Recogieron el diario, la película, y me los entregaron. Dimos el pan por perdido.
Me levanté, con el orgullo herido. Cojeando, acompañé a la chica a buscar a su padre, el hombre bajito que había pasado a mi lado persiguiendo a uno de los ladrones.
Al llegar a la plaza Tantarantana, lo encontramos, frustrado y maldiciente. Me explicó lo que había pasado. El hombre en la motoneta era un cómplice y yo, al parecer, estaba alcanzando al que corría, así que me embistió por detrás.
Se ofrecieron a llevarme a un hospital o a la comisaría. No. Para qué. No podría reconocerles. El hombre que yo perseguía era de mi estatura, moreno, de pelo negro, corto, rizado y llevaba bigote. Iba vestido de negro con vivos blancos. Pero no podría reconocerlo ni aunque me lo pusieran enfrente. Al de la motoneta ni le vi.
Dejé a la chica con su padre discutiendo con la mujer de amarillo. Di vuelta por la calle de Tiradores y llegué a casa, burlándome de mi mismo por lo bajo.
Eso me pasa por hacerle al superhéroe.
No me pasó nada. Sólo un moretón en la cadera y un gran raspón en la rodilla.
¡Valiente vigilante!
A ver, ¿qué hubiera hecho si lo hubiese alcanzado? ¿Darle un periodicazo? Bien visto, no me fue tan mal. Y, ¿si él hubiera traído una navaja o algo así? En mi país las usan.
Lo peor es que sé que lo haría de nuevo. Correr tras los malos.
Es mi sino.
Como Bruce Wayne. Como Matt Murdock.
Mi Noblesse obligue.