jueves, agosto 06, 2009

Elegía IV

Guillermo ha sido, durante la mayor parte de mi vida, la persona más influyente en mi relación con las mujeres.
El Gori me demostró, no sé cuántas veces, que los tenorios naturales sí existen.
Ahora, para ligar, está de moda usar una jerga en inglés relacionada con la aviación y con la película Top Gun. Así, hay leaders, wingmen (alas), o se dice crash & burn cuando alguien intenta acercarse a una chica y es rechazado.
Ingenuamente, cuando éramos adolescentes, nosotros usábamos una serie de terminajos que creíamos originales y que habíamos inspirado en Los tres mosqueteros. Así, tres amigos nos repartíamos los caracteres: Guillermo era Porthos, Eugene, Aramis, y yo, Athos.
La asignación de personajes no era casual. Guillermo era el más atlético. Eugene se comportaba constantemente como quien no encajaba en el medio (no porque tuviera vocación religiosa, sino que era un niño bien venido a menos asistiendo a una escuela pública). Y yo, desde entonces, me daba ínfulas de aristócrata.
Nos referíamos a quien estuviera “al ataque” como “D’Artagnan” y, si este mencionaba la palabra “mosquetero”, significaba que requería ayuda para que le hicieran un “quite” (esto es, para que distrajéramos a alguien que le estorbaba). Con la palabra “cardenal” nos alertábamos de que había oídos indiscretos alrededor.
Éramos casi unos niños.
Aunque Guillermo no.
Guillermo, Porthos, el Gori, maduró antes que los demás. No sólo físicamente (era alto, atlético, buen deportista, muy moreno) sino también en lo emocional.
Mientras Eugene seguía anhelando lo que había perdido a raíz del divorcio de sus padres (la motocicleta, la casa con lancha en Valle de Bravo) y se recuperaba de un accidente que lo dejó en silla de ruedas por un año, Guillermo era parte de los equipos de básquet y voli de la secundaria.
Mientras yo era flaco, desgarbado y gestaba una pinta de nerd (que no me quitaría hasta graduarme de universidad), con gafas, equipo de ortodoncia y un fuertísimo acné, el Gori se convertía en una especie de Adonis púber.
Hago mal en insistir en sus características físicas, como si de ellas dependiese su capacidad de ligue –tal vez porque así lo consideraba yo al principio-.
No. Guillermo tenía algo más que no he podido definir hasta ahora. Ese “no-sé-qué” que lo convertía en un Don Juan.
Frente a mis asombrados ojos de adolescente lo vi ligar y obtener teléfonos de tres chicas distintas en una fiesta. Besarse incluso con una de ellas. Con la segunda, para ser exactos.
En otra ocasión memorable, le ayudé distrayendo a la hermanita de una cita en la Alameda. Media hora después de que la primera chica se fuese, llegaba un segundo ligue. Para entonces, el que estorbaba era yo, así que me fui, despedido.
Nunca me enseñó el truco. A pesar de que yo era un seguidor y escudero fiel. El Gori jamás compartió sus secretos. Muy probablemente porque no era consciente de tenerlos y porque era algo nato.
En la preparatoria comenzamos a distanciarnos. Al entrar a la universidad, ya no teníamos en común más que el hecho de haber sido amigos muy cercanos durante la secundaria.
Él estudiaba arquitectura en la universidad del estado. Yo, ingeniería en una escuela privada.
Nos veríamos unas cinco o seis veces en tres años.
Hasta que me enteré que tenía cáncer.
Eso fue hacia el último semestre de mi carrera.
Fui a visitarlo a casa. Su madre me recibió con gusto. Subió a decirle que yo estaba allí. Guillermo tardó mucho en bajar.
Cuando lo hizo, quedé sorprendido –y espero que no se haya dado cuenta-. Su piel era amarilla, estaba mucho más flaco que yo, de una delgadez quebradiza, y tuve la impresión de que su estatura se había encogido. Llevaba un pañuelo en la cabeza pues la quimioterapia le había tirado el cabello.
No se me ocurrió más que hablarle de mujeres: yo mantenía una relación furtiva, de amantes secretos, con una chica de la universidad, y estaba muy ufano de ello. Quise presumírselo como La Gran Victoria, para que estuviera orgulloso de mí.
El Gori, Porthos, sonreía con la actitud del maestro que se da cuenta que su alumno jamás lo aventajará, que le queda mucho por aprender. Con la sonrisa que se le dedica a un niño que te demuestra que puede ir sin manos en bicicleta.
Un par de meses más tarde, moría.
Su funeral fue dos días después de mi ceremonia de graduación. Traté de localizar a tantos excompañeros de la secundaria como pude. La verdad, fueron muy pocos: tres o cuatro.
En el cementerio, su hermano, un primo y un amigo palearon la tierra para cubrir su tumba. Derramé un llanto tímido que se interrumpió cuando uno de ellos se burló de mis lágrimas. No recuerdo quién.
Su hermana me dijo que no le hiciera caso. Ella no lloraba. Me confesó también que, cuando había visitado a Guillermo hacia meses, su mamá tuvo que reñirlo para que bajara, recordándole que yo era uno de sus mejores amigos, pues él se negaba a que lo viera en aquel estado. Por eso había tardado tanto.
Cuando nos íbamos del panteón, la hermana (no recuerdo cómo se llama) le dijo a una chica que estaba junto a mí: “Tú eras la más querida. Pero ahora vendrán las otras”.
Pasé un día espantoso al regresar a casa, con dolor de cabeza y un fuerte malestar que no se me quitó hasta que solté un verdadero llanto de plañidera, con cara roja, gemidos y tiradero de mocos.
A la noche siguiente fui a uno de los responsos… o a la novenaria. Nunca he sabido cómo se les llama.
La casa de Guillermo estaba llena de chicas jóvenes vestidas de negro. Bonitas, feitas, gorditas, delgadas, algunas altas. Bajitas, la mayor parte. Ninguna que yo hubiera considerado mi tipo. Eran “las otras”. Cerca de la hermana estaba la “viuda oficial”. Ella no lloraba –tal vez las lágrimas se le habían acabado ya, o trataba de ser fuerte frente a las demás-.
Visité la tumba unas tres o cuatro veces, casi siempre en Día de Muertos. Lo cierto es que no me inspiraba nada.
Guillermo, Porthos, se fue sin enseñarme el secreto. El truco. El cómo.
Se lo perdono. No le guardo rencor por ello.
Pero, aún hoy, muchos años después, me sigo preguntando cómo lo hacía.

miércoles, julio 15, 2009

Elegía III

Aún hoy me confundo con su nombre. Nunca atino a saber si llamarle Claudio o Enrique.
La primera vez que lo conocí me fue insufrible. No he olvidado aún su actitud de perdonavidas ante la poesía.
La segunda vez que lo vi, era el novio-amante de una de mis amigas. Con ella tuvo una relación a tres, a cuatro, a muchos, en la que hubo altas, bajas, rompimientos desgarradores y regresos cotidianos.
No puedo, a ciencia cierta, consciente o inconscientemente, separar el recuerdo que tengo de Claudio del de ella, o de la relación de matrimonio abierto que mantuvieron por más de diez años.
Les recuerdo juntos, seduciéndome a instancias de él. Les recuerdo cazando en un bar. Le recuerdo apasionados o completamente fríos y distantes.
Cuando migraron a California, yo fui –lo reconozco- uno de aquellos que pensaron que se tirarían a una vida disipada de drogas y orgías. Nada más lejos de la realidad. Trabajaban de manera cumplida, paseaban, tenían vida hogareña. Enrique hacía largas sesiones de yoga.
Fue allá donde comenzó el problema renal.
Regresaron a México y, aunque por fuera parecía que volvían a lo mismo (a veces viviendo juntos, a veces por separado, ella en casa de su madre, él en la de sus padres, en ocasiones ambos viviendo con los padres de él), hacia el final rentaron una casa propia. Y Enrique –que a veces era Claudio- inició a consumirse.
La última vez que lo ví, su piel era gris y se pasaba de continuo la lengua por los labios.
La siguiente vez que supe de él fue cuando Sandra me llamó por la madrugada a Barcelona. Enrique había muerto. De eso hacía ya varios meses pero hasta ese momento ella reunió el valor para decírmelo. Estaba diciéndoselo a si misma. Con voz de viuda. Era una esposa que le telefoneaba a un amigo –que también era un examante- para decir que su esposo estaba muerto.
Noté cuán triste estaba. Al terminar la conversación me costó mucho volver a dormir.
A mi regreso a México, la busqué. Hablamos de él. De ella. De la depresión que la asaltó durante meses y de la cual no terminaba de salir.
Pero no podía ayudarle. Por mucho que la quiero y la he querido siempre, no podía y no puedo ayudarle. Tal vez porque nunca supe si llamarle Claudio o Enrique, o porque nunca me gustó su poesía. O porque, aunque compartí como invitado la cama de los dos, el esposo de mi amiga nunca fue mi amigo.

martes, julio 14, 2009

Elegía II

El Mago era gordo. Tanto, que un día un chico delgadito pasó junto a él y comenzó a dar vueltas, rodeándolo:
- ¿Qué te pasa, buey?
- Me atrapaste en tu campo de gravedad
.
Le recuerdo escribiendo poesía, canciones, pequeños cuentos, con la lengua de fuera, en un estudiado signo de concentración. O tocando la guitarra y cantando letras complicadas con música sencilla.
Era muy pragmático para algunas cosas. En sus propias palabras, conocía cuál era su mercado y cómo atacarlo. Por ejemplo, sabía perfectamente cuáles cuerdas tirar conmigo, qué botones presionar. Como cuando me reclamó, a través de un cuento, la aventura que tuve con una de sus exnovias -¡es pecado tener una relación con la ex de un amigo, no importa si es seria o banal, ni hace cuanto terminaron!-, o cuando, después de no vernos por años, fui a escucharle tocar en un bar y al descubrirme dijo: “Mira, un vampiro”, y todo lo que estaba roto entre nosotros se arregló de inmediato.
En muchas otras cosas era idealista y romántico. Creyó siempre firmemente que podría bajar de peso -¿cuántas veces inició una dieta? Tantas como rebotó. La misma cantidad de veces que actuó en alguna obra de teatro o que dirigió otra-. Estaba convencido de que el whisky era la bebida correcta para las personas de su condición, así que se ponía unas borracheras que cualquier escocés con kilt le envidiaría.
Se creyó poeta. Y maldito. Enamoraba chicas menuditas y guapillas, a sabiendas de que no tenía nada qué perder y mucho que ganar. Y ganó varias veces.
- Dos frases célebres:
"- No me pongo esa camiseta negra porque me aprieta.
- ¿Te queda chica?
- No, me hace ver más prieto."

"Yo soy un escritor de peso... completo."-
Se lanzó a vivir la vida con la intuición (¿o la conciencia?) de que le duraría poco.
Sí. El Mago era gordo. Pero, sobre todo, era un buen amigo.

lunes, julio 13, 2009

Wotan

Hace unas semanas salí del hotel a correr. Cerca hay un parque con una pista. Es una pista pequeña, pero por lo menos más entretenida que la corredora fija del gimnasio.
Una buena oportunidad para que me diese el aire de la mañana.
Así que me levanté temprano, esperando que el calor no fuera tan espantoso como temía.
Para llegar al parque había que bajar por la avenida, cruzar por un puente peatonal y seguir bajando.
Mientras atacaba corriendo la rampa de subida al puente, un ruido extraño pasó por mi oído derecho. Algo como un zumbido o un aleteo. Sacudí una mano para alejarlo. Tal vez un insecto.
A los pocos pasos, otra vez el mismo zumbido y un revuelo de aire en la oreja derecha. Levanté la mirada y vi volar un pájaro negro.
Bajé del puente. Llegué al parque y corrí, y corrí. Le di ocho vueltas a la pista, juntando casi nueve kilómetros en unos cincuenta minutos. Sudé hasta que sentí, a cada paso, los suaves golpes en que me daba en el abdomen la camiseta empapada de agua.
Inicié el regreso al hotel corriendo aún.
En la rampa del puente y, una vez más, sentí el aleteo sobre el oído derecho.
Subí la vista. Un ave negra.
Seguí adelante. Los pases se repitieron tres veces más.
Incluso un peatón que esperaba el autobús quedó perplejo y maravillado, sonriendo, mirando al pájaro alejarse por encima de mi hombro.
Llegué por fin al hotel, confundido y hasta un poco inquieto, pensando en Memoria y Pensamiento, en si los hados me estarían enviando algún mensaje.
- Para ser públicamente ateo, a veces soy profundamente supersticioso, observador de augurios en derredor. -
Seis pases me dieron las aves negras -en México no hay cuervos, supongo que habrán sido urracas o estorninos-. Consulté durante seis días mis sueños, buscando las claves o los mensajes que me habrían traído.
Si lo hicieron, no llegué a adivinarlos.

viernes, julio 10, 2009

Elegía I

Conocí a Thorsten Grawe cuando trabajaba en la empresa química. Él es el responsable de que yo pueda decir maldiciones en alemán. A regañadientes, lo convencí de que me enseñara dos malas palabras y una frase amable: Arschloch, Teufel y Was kann Ich für Sie tun? (o machen, dependiendo del humor).
Era alto, atlético y usaba el cabello muy corto. De él decían que era muy amigable. Nunca lo supe. Algo no llegó a hacer clic entre nosotros.
Cuando renuncié a la empresa, él se borró de mi mente como casi todo lo que había hecho allí.
-Tengo que admitirlo. Todo lo relacionado a esa firma me intimidaba.-
Años después supe que, en una noche de copas, Thorsten, que casi nunca bebía, tomó un taxi para ir, completamente sobrio, del bar a la oficina para recoger su coche e irse a casa.
Tres calles antes de llegar, un auto conducido por una chica ebria se pasó un alto y embistió el lado del pasajero.
En el más puro lugar común de la corrupción tercermundista, mientras el conductor del taxi y su pasajero estaban inconscientes y eran subidos a una ambulancia, la muchacha sobornó a los policías para que la dejaran irse.
Thorsten nunca despertó.
Murió camino al hospital.
Sus padres tuvieron que venir desde Alemania a lidiar con trámites burocráticos, civiles, penales y diplomáticos, hasta poder llevárselo con ellos.
Al entregar el cuerpo, un oficial de policía, aparentemente arrepentido, les dio los datos de la conductora. No supe si hicieron algo. Supongo que no.
Ahora, que le recuerdo, su imagen se ve mezclada con los únicos dos detalles que tengo de él y le imagino diciendo palabrotas en alemán mientras tiene una muerte estúpida y surrealista a bordo de una ambulancia.

Esa idea me llena de angustia y de pena.

sábado, junio 27, 2009

Noche - 3

Confundo tu voz con la mía

Las uno buscando verdades húmedas y silentes

Reclamo el fantasma de tu aliento y lo hago mío

Hoy
Por primera vez
En varios años


Siento el roce Me pierdo allí


De pronto Mudo en un laberinto Ciego en una batalla


Tus palabras me crean guerra en los labios

Tus dientes me dan alas


Me confundo más La boca me llora



Cantas por fin




Se rompe
el beso