lunes, junio 09, 2003

Epistolaria

- He encontrado esto. Dándole vueltas descubrí que es de febrero de 2001. Me ha sorprendido tanto la cercanía de muchos de los sentimientos, que he decidido rescatarle del olvido. Sé que cualquier lector hipotético podría discrepar conmigo y asegurarme que mis desahogos de conciencia no tienen ningún sentido. Desde ese punto de vista, cualquier anotación en este diario tampoco lo tendría. Así pues, va.-

Ahora, sumido una vez más en la rutina [...], envuelto en los brazos de esta extraña ciudad, devorado por las diarias actividades de hacer números, revisar cifras, etc. me recuerdo a mí mismo en otras tierras. Algunas han sido más amables que otras. Algunas hostiles. Otras indiferentes. Las más, extrañas.

Extranjero y judío errante en todas, ansioso por el siempre postergado momento de la partida, hambriento de regreso, añorando sus calles, sus soles distintos y únicos, las sorpresas de sus edificios jardines monumentos y escaparates, me observo perdido (ahora y siempre) en mi perpetuo destierro.

Me aterroriza la certeza de la violencia de algunas de estas ciudades. Mi natural paranoia se ve reforzada por la cercanía del crimen, por la vecindad constante del hecho de sangre. Soy cobarde y miedoso. Le tengo temor a mi propio miedo, a mi sufrimiento.

¡Valiente aquel que le teme al espectáculo de su propia sangre, de su propia muerte!

Valiente noble aquel que no está dispuesto a la pérdida de la vida por los otros. Es esa la labor del caballero y del aristócrata ("nobleza obliga", han dicho muchos): la defensa del débil, el compromiso con la justicia, el desfacer entuertos, el combate a la maldad y la lucha por la virtud...

Insisto, valiente proto-aristócrata me he vuelto de un tiempo a la fecha, pues temo por mi seguridad física y por la de los que me rodean.

* * *

Mi spleen británico ya no lo es más. Me sorprendo ahora franco usuario de la depresión y candidato óptimo al Prozac. Los doctores me sonríen mientras esgrimen justificaciones de endorfinas y hormonas varias y química craneal. Me sonríen y al mismo tiempo huyo.

¿No seré acaso yo uno de esos famosos espíritus flemáticos tan comunes en la literatura del siglo antepasado? ¿No tengo yo, acaso, toda el derecho, toda la obligación a estar triste? ¿Quién dijo que la vida era feliz (o para el caso, justa)?

Me recreo en mi depresión rampante. Me agrada descubrirme en el espejo con el carácter sanguíneo, cercano a la tisis, agobiado e incomprendido, al más puro estilo romántico. ¿Qué más se podría esperar de un fugitivo si no es la apariencia lánguida de quien se deja abatir por el destino?

No me imagino en Prozac. Sería renunciar por fin a mis manías. Ya he renunciado a la escritura, a las playas, a parecerme cada día más a Sean Connery (anteayer me han dicho que tengo cierto parecido a Edward Norton: no creo necesario decir que la persona que lo dijo tiene garantizadas las entradas al cine por el resto de su vida). No quiero renunciar al deprimirme cuando me venga en gana. E incluso cuando no lo quiera tampoco.

Me gusta llorar sin razón ni sentido. Verme en el espejo completamente rojo y con el ceño fruncido, más digno de risa que de lástima. Me agrada mi agobio y mi laxitud. Asistir a las discotecas y a los bares y salir sintiéndome basura, sin haber ligado ni un resfrío. Reconocerme poco deseable para asuntos de ligue, y culpar a mi físico, a mi falta de habilidades sociales, a mi baja autoestima.

Imaginad: si con depresiones me he ganado el título de duque por pedante y presumido (y perro), sin ella ya me descubriría yo yuppie a más no poder, fatuo y fastuoso, con un ego hipertrofiado con problemas de tiroides y gigantismo. Pisaverde y lagartijo.

¿Pertenecer a la nación Prozac? No, gracias. Renuncio de antemano a la belleza de la despreocupación química, a la liviandad, a lo superficial y a lo filisteo. A vestir trajes de Boss y corbatas de Zegna, a las mancuernillas "discretas", a que nada me importe.

Siempre preferiré el sol de Tampico, las calles de San Luis, mi casaca de mosquetero, un jubón raído, calzas y capa negra, una pluma blanca ajada en mi sombrero, altas botas de piel, el saber adelantar el pie con gracia y a brindar una sonrisa con sorna y miedo y spleen y saber que más vale no enfrentarme a aquel hijodalgo ("pues hijo sí ha de ser, pero ¿de hidalgo? quién sabe") y jamás acercarme a aquella otra mujer, por ser "alérgico a los desengaños".

Para, al fin y al cabo, seguir escribiendo, día tras día, y describiendo el cómo dan vuelta las golondrinas al acercarse a las ventanas de mi oficina, mis noches de insomnio y cacería, el darle vueltas y vueltas a Italo Calvino, a Ludovico Ariosto, a Dumas, a Tolkien, a García Marques, a Chimal. No renunciaré a los cómics, a las opresivas películas noruegas, francesas e indies.

Envejeceré de pronto. Calvo y cano. Pintaré mi pelo de azul marino o morado o incluso naranja y caminaré una vez más por las calles de Manhattan o por Paris, tan recordado, y mis espuelas doradas hoyarán de nuevo Toledo en busca de una buena herreruza.

Aún tengo treinta. Un año más y me retiro de la esto, tomo una pistola, una gabardina (con la cual ya cuento) y me dedico de tiempo completo a la profesión obligatoria de un ingeniero: ser detective privado, cazando constantemente a un individuo llamado Serebro, a regresar a la misma ciudad bajo la lluvia, a darle adioses a Madrid, a perseguir nubes y a amorosos fantasmas. A encontrar asesinos de mujeres en Ciudad Juárez. A que no haya final feliz.
Steampunk

Hace años mi padre me contó un cuento. Hasta hace una semana me di cuenta de la clasificación: steam punk. Siempre me he preguntado de dónde lo sacó. Si lo inventó o si en verdad lo había leído.

La anécdota básica es un partido de fútbol americano. Por supuesto todo ocurre en una especie de futuro alternativo. El estadio: tan grande que, para que los espectadores puedan ver, los jugadores visten gigantescos trajes, como una especie de armaduras robotizadas.

- ¿Qué acaso mi padre, o el hipotético autor, nunca pensó en la televisión, colocando grandes pantallas repetidores? Pero que chiste tiene la tele si, uno, con ella, para qué vas al estadio y, dos, ya no tendría sentido el cuento.-

El punto es que en el enfrentamiento se juega la final mundial (¿o es el destino del mundo? No lo sé. Tal vez la razón cambiaba cada vez que mi padre reinventaba el cuento según me lo iba contando, o peor aún, la deformación se debe a la lejanía).

Regresando. La final está siendo perdida por el equipo de casa. El de los buenos.

Viendo la inminente derrota, el público está al borde del asiento y comienza a reclamar la presencia de un viejo jugador, ídolo de millones, veterano del juego.

El héroe sale de su retiro, acude al llamado de su fanáticos y viste su viejo traje armadura.

El traje viejo es pequeño en comparación a los nuevos y gigantescos monstruos con los que debe enfrentarse. Amén de tener otro inconveniente: su traje es hidráulico, con válvulas que controlan la presión del vapor interno. Nada comparado a los nuevos trajes transistorizados, brillantes y cromados.

Nuestro héroe salta al campo. Y comienza la ofensiva (¿terrícola, acaso?).

Es más lento que los demás. Y más pequeño. Pero conoce el juego. Lo vive, lo tiene en su sangre y en el aceite y en el agua hirviendo de su traje.

Se coloca de ala y recibe un pase, esquiva a sus oponentes, demasiado altos para agacharse por él. Hace una corrida desde atrás de la línea, encegueciendo a sus adversarios con el vapor que escapa de su traje.

Finalmente el partido acaba. ¿La tierra? ¿El universo? ¿La raza humana? ¿El campeonato? Ganados en la gran victoria.

El héroe ha regresado para salvar el día, gracias a su armadura con fugas de vapor de agua.

- Jamás supe de dónde se inventó mi padre esta historia.-