lunes, febrero 16, 2004

Cuarto de hotel

Desperté con dolor de cabeza. No reconocía la habitación. La noche anterior había bebido demasiado. Era el primer fin de año que pasaba solo. No importaba a dónde huía, de todas formas me daba cuenta de que no tenía a nadie.

Había llegado huyendo al destino de playa. Eso sí lo sabía. Un poco de mi natural miedo al riesgo me había guiado a buscar una habitación en una ciudad evidentemente abarrotada. Pero tuve fortuna y encontré un cuarto en un hotel evidentemente gay.

Pero esa no era la habitación en la que estaba. Tenía dolor de cabeza y nausea. Estiré la mano hacia la mesa de noche, tomé el control remoto y oprimí el botón de encendido. El televisor no se inmutó.

Era evidentemente un cuarto de hotel. La habitación era grande y, aunque limpia, algo revelaba que era un hotel de paso. Un hotel de paso caro. Todos los hoteles son de paso, pensé. Hasta los más caros.

Recordé aquel hotel en Bahamas cuyas noches son tan costosas como la renta de un mes de un apartamento en Nueva York.

Estudié el control remoto. Oprimí dos o tres botones y la televisión encendió. Subí el volumen hasta darme cuenta de que la imagen hablaba otro idioma. Cambié de canal. Otra vez. Descubrí un canal con caricaturas. Seguí. Cuando llegué a un canal de películas para adultos, francamente pornográficas, me detuve. Seguí cambiando. Cuando regresé al canal original, me devolví a la película porno.

Una mujer de pelo negro y ojos azules felaba a un tipo con apariencia europea.

Pensé en masturbarme. Pero el malestar era tan grande que abandoné la idea. Me incorporé en la cama y el cuarto me dio vueltas. Aún estaba medio ebrio. Tenía puesta la camiseta de la ropa interior y los calcetines. Pero sin calzoncillos.

Una vez más ví sobre la mesa y descubrí mi reloj. Pasadas las 10:30. Del otro lado de la cama había otra mesa de noche y el teléfono sobre ella. Marqué la recepción y pregunté cuándo vencía mi habitación. Tenía casi tres horas.

Fui al baño. Tenía bidet, lo que me confirmaba una vez más de que estaba en un hotel de paso. El hecho de que no hubiera agua caliente y de que las toallas fueran rasposas reafirmaron lo evidente.

Después de ducharme me paré desnudo en medio de la habitación. Veía casi todas mis cosas: un zapato casi en la entrada, otro junto a la cama, el saco botado pero los pantalones, la camisa y la corbata perfectamente colocados en una silla cerca de la ventana. La cortina estaba abierta y me pregunté si quien ocupara la habitación de enfrente podría verme parado en cueros.

Busqué los lentes con la vista. Estaban junto al televisor. Me los puse y me fijé en la imagen. Ocupando una gran cama, una mujer rubia le hacia el oral a la mujer de pelo negro mientras era penetrada por detrás por el hombre que parecía europeo. Fui hasta la cama y, sin separar la vista de la pantalla, medio volví a meterme a ella. Quedé sentado, recargado contra la cabecera y con una almohada en la espalda, tal como estaba la mujer morena en la película.

Subí el volumen y la habitación se llenó con los gemidos del grupo.

Comencé a masturbarme. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. La ducha me había quitado los restos de la borrachera y esperaba que el placer me ayudaría a quitarme el malestar general.

La mujer morena era hermosa, aunque no preciosa, de ese tipo de mujeres que siempre me han atraído. La rubia también, aunque no tuviera del todo la apariencia de actriz porno (tono falso de pelo, grandes senos), pero contrastaba con lo delicado de los rasgos de su coprotagonista. El hombre era delgado, no muy musculoso (detesto a los fisiculturistas en el cine porno: le dan aún más falsedad a un cine que ya de por sí es plástico y artificial) y su miembro no era gigantesco, sino más bien normal. Los tres hacían ruido, pero no de esas expresiones escandalosas y falsas. Tal parecía que lo estaban disfrutando. Yo necesitaba creer que lo estaban disfrutando. Yo, en mi posición de voyeur privilegiado.

La cama en la que estaban era tan grande como la cama en la que estaba yo, pensé. Y seguía frotándome, y pensando, aguanta, aguanta, no te corras demasiado pronto.

Era como estar participando en la orgía.

La cara de la morena se distorsionaba de placer. Ví como la mujer se venía, arqueando la espalda, tirando con la mano derecha de uno de sus senos y atrapando la cabeza rubia de la otra mujer entre sus piernas. Veía al hombre aumentar el ritmo detrás de la rubia, quien emitía gemidos apagados.

Mi placer se acercaba. Quería esperar a correrme con el hombre. El hombre se salió de pronto de la rubia y empezó a agitarse el miembro con la mano, así como yo lo hacía con el mío, y eyaculó abundantemente sobre el trasero de la mujer rubia, mientras se escuchaban los gemidos de las dos mujeres y sus propios gritos de placer.

En ese momento comencé a venirme también, pensando en el batidero que estaba haciendo sobre las sábanas de la cama. No me importó. No era mía y alguien cambiaría seguramente después la ropa de cama.

Me vine con fuerza. Y de pronto comprendí que la habitación en la película era muy semejante a la habitación en donde yo estaba. Demasiado semejante para ser una coincidencia. La misma disposición de los muebles, el mismo decorado y el mismo papel tapiz.

La sesión de caricias post-coito que mostraba el televisor me sorprendió aún más. En ninguna película antes había yo visto que los actores se abrazaran, besaran y acariciaran después del “money shot”. Debería venir un “fade” a negros como en todas las otras películas. Pero no había cambio alguno. No había brinco en la trama ni en la escena.
Perplejo miré hacia arriba. No había espejo sobre la cama, pero tampoco hubo ninguna toma desde arriba. Miré al frente, y me vi en el espejo junto a la televisión. Miré a derecha y a izquierda. En ambos lugares había sendos espejos. No grandes lunas de hotel de Las Vegas, pero allí estaban. Más o menos a la misma altura de donde vendrían las tomas en el filme.

Ya no me importó por qué o cómo había llegado allí. Sólo quería salir ya. Indeciso entre hacer un escándalo y salir corriendo, decidí tomármelo con calma. Me vestí. En la pantalla los amantes seguían acariciándose y besándose.

Era imposible saber a ciencia cierta si la acción se desarrollaba en esta misma habitación o no, si estaba ocurriendo en este momento o era algo grabado. Los cambios de cámara no me decían nada.

Antes de apagar el televisor noté que los “actores” (¿podía llamarles aún actores si no tenía la certeza?) veían hacia el frente, como si estuvieran viendo algo en el televisor. Tomé de una de las mesas de noche una cajetilla de cerillos con el nombre del hotel. Por lo menos estaba en la misma ciudad a la que había viajado y, quién lo sabe, siempre es bueno saber en dónde se exhibe buen cine porno amateur.