jueves, octubre 26, 2006

La historia que Cinthya le cuenta a José Luis

En 1988 – o pudo ser en el 92, ya no recuerdo – en pleno período salinista, la directora del zoológico de Chapultepec le avisó al regente de la ciudad que el panda se había muerto.
El regente, al más puro estilo priísta de la época, le contestó el típico “hágale como quiera, pero en la reinauguración del parque tiene que estar el oso”.
Y no era para menos. El panda era la mayor atracción del zoológico. Uno de los primeros y poquísimos pandas nacidos en cautiverio. Vamos, hasta una canción tenía.
Así que la directora, una mujer medio zafada, que lloró frente a cámara en cadena nacional cuando la despidieron, decidió mantener vivo al oso. Ella o alguno de sus brillantes asesores – después de todo, ya lo dijo Göbbels (¿o fue Goehring?): una mentira repetida mil veces se vuelve verdad –.
Mandaron al cadáver con el mejor taxidermista que encontraron y le instalaron dentro un motor de relojería que daba la apariencia de que el animalito respiraba y se movía en sueños.
Cuando el parque volvió a abrir al público, la gente no notó la diferencia: al fin y al cabo, los pandas no se distinguen por ser particularmente activos.
Poco tiempo después se filtró a los medios la noticia de que el panda estaba enfermo, hasta que, finalmente, unas semanas después de la reapertura, se dio la noticia de que el panda había agravado, lo que precisó una cirugía a corazón abierto de la cual no se recuperó y murió.
Casi hubo un luto nacional.
Un luto por un monigote artificial, como esas figuras mecánicas que pretenden asustarte en los parques de diversiones y en las ferias de pueblo.

sábado, agosto 19, 2006

Episodio de guerra

Pasada la primera mitad del siglo antepasado, el ejército francés trató de conquistar México. Y esa intervención ha dado para una cantidad increíble de historias.
Cuenta mi abuelo que, en una de tantas batallas, el ejército francés hizo prisioneros a varios militares mexicanos. El coronel francés, en el más puro estilo europeo, ordenó que se les diera de comer a los cautivos, con la condición de que se fusilara a quienes no supieran usar los cubiertos.
–En aquellos tiempos la convención de Ginebra no existía, así que supongo que los coroneles podían hacer lo que les viniera en gana con sus prisioneros.–
Pues bien, algunos oficiales republicanos se salvaron y otros, no.
Ya se sabe cómo es la guerra.
Tiempo después, cuando la fortuna dejó de brillarles a los franceses, el coronel y sus oficiales fueron capturados por el mismo capitán mexicano que antes había sido su prisionero.
Cuando legó el momento de darles de comer, el capitán ordenó: “Denles tortillas. Y me fusilan a los que no se coman los cubiertos.”

viernes, agosto 18, 2006

Escena corporativa

En sus primeros años de trabajo en Automex, mi papá tenía un jefe inglés que se llamaba Jerry Roach.
A pesar de haber vivido muchos años en México, Jerry nunca aprendió a hablar bien español, aunque su forma de expresarse y de relacionarse con los demás reflejaban esa larga estancia en el trópico, lejos de la pérfida Albión.
Mi padre platica una anécdota que ejemplifica perfectamente ese su particular sentido del humor.
En aquel entonces, Automex estaba estrenando instalaciones en Toluca –quienes conozcan la ciudad han visto, al entrar desde México, los grandes conos blancos de los almacenes de refacciones, aunque ahora la empresa tiene otro nombre –. El jefe de Mantenimiento, Juan de Dios, estaba constantemente corriendo de un área a otra, “apagando fuegos” que los ingenieros civiles y los arquitectos no habían considerado en el proyecto original.
Pues bien, un día Jerry estaba lidiando con su asistente, un novato, cuando alguna emergencia ocurrió. Jerry, sin dar más explicaciones, le gritó a su asistente: “Llame a Dios”.
El chico se quedó helado y no supo que hacer.
Jerry se le quedó viendo e insistió: “Llame a Dios”. Y el asistente sin saber qué hacer.
Finalmente, en un golpe de inspiración, el muchacho se hincó y comenzó: “Padre Nuestro, que estás en los cielos…”.
A Jerry se le desorbitaron los ojos. “No, no, no, a ese Dios no, si viene ¡qué hacemos! Llame al de Mantenimiento”.

Ya por escrito, la historia pierde gran parte de su gracia. O, tal vez, nunca la ha tenido y es sólo que mi papá, en su inocencia propia de ingeniero, jamás puede contarla completa sin interrumpirse de risa.

martes, julio 11, 2006

Cucarachas

La mayor parte de las ciudades del mundo sufre de algún tipo de plaga. Barcelona no es la excepción. Su clima cálido y húmedo es factor aliciente y agravante a la vez. Las cucarachas pululan, sobre todo, en el barrio antiguo. Habitan en las tuberías, en los huecos de las paredes. En todo lugar en donde haya una pequeña grieta, allí seguro habrá alguna.
La mayor parte son pequeñas, no mayores de medio centímetro, negras, rápidas. Nerviosas. Y hay muchas. Por todos lados.
Cuando se enciende la luz, corren en desbandada, hacia todas partes, huyendo del cazador que, frustrado, las ve desaparecer, poniéndose a salvo del zapato, del periódico o del matamoscas.
En general, son bichos inmundos y despreciables, no importando su reconocida capacidad de supervivencia.

– Alguna vez escuché la historia de que en los Estados Unidos se había hecho un experimento, tratando de erradicarlas con radiación. (No dudo de la veracidad de la anécdota: los gringos son capaces de todo). No sólo sobrevivieron sino que, además, contaminaban todo con lo que tenían contacto. Eventualmente, el ejército tuvo que asignar un comando especial para su exterminio. El procedimiento estándar fue simple: localizarlas con la ayuda de un contador Geiger y aplastarlas con un martillo de goma.
Tengo entendido que la población en Nueva Inglaterra en donde tuvo lugar el experimento es actualmente un pueblo fantasma, habitado aún por las descendientes radioactivas de aquellas pruebas de la Guerra Fría.
Me pregunto si, al saber esto, los seguidores de PETA levantarán el puño derecho en ademán de victoria, orgullosos ante la reivindicación de los derechos animales y la ironía del caso. ¿O sería posible imaginar a alguno de sus militantes dando furibundos golpes con una sandalia en un vano intento por acabar con alguna de sus molestas compañeras de piso? –

domingo, julio 09, 2006

El mejor hombre

Estoy tan cierto de que mi opinión política es tan mala y endeble que dudo en expresarla por escrito. Además, he dado tantos bandazos en mi vida con respecto a mis creencias que tampoco creo ser representante de la mayoría, muestra válida para un estudio sociológico, encuesta de tendencia cuantitativa ni un ejemplar fáctico de valor cualitativo.
Cuando estudiaba en la secundaria tuve la fortuna de tener entre mis profesores a un socialista que había participado en la insurrección guerrerista armada de los 70’s. Al mismo tiempo, el padre de uno de mis amigos era troskista y miembro activo del PT. Fue entonces que, un tanto desencantado, descubrí que hasta entre socialistas y comunistas había diferencias tan grandes que no podían ser zanjadas.
En la preparatoria y en la universidad me consideré más bien “ecologista”, con campañas de apoyo a los verdes. Recuerdo que uno de mis primeros votos en la mayoría de edad se lo otorgué al PSUM (el gallo rojo comunista): un hombre que vivía en el barrio de al lado se postulaba para presidente municipal, ¡por supuesto que tuvo mi voto!
Luego vendrían mis días universitarios en una institución privada. Mi familia, atípicamente clasemediera, dependiente del salario de un empleado de gran empresa trasnacional, tal vez hubiera pagado mis estudios allí. Lo que es cierto es que mi desempeño como alumno me ayudó a estudiar becado en la escuela de ingeniería más cara de Latinoamérica – me gustaría poder decir que era, al mismo tiempo, la mejor, pero muchos podrán poner eso en tela de juicio.
Durante ese tiempo, y durante mis siguientes años ya como graduado, reconocí la inevitable certeza del modelo de libre mercado. Y la verdad es que me acomodaba bien. En él fui educado, reconozco sus ventajas y, no sólo no puedo negar su influencia, sino tampoco sus efectos en mi vida.
He crecido y me he desarrollado alrededor de la idea de la meritocracia en la que el modelo está fundamentado. No niego las virtudes y ventajas de otros modelos económicos, pero esos modelos llegan a mis oídos cargados de imágenes de buena voluntad y poca factibilidad.
Mis estudios superiores los cursé en una universidad americana, con lo que la marca del modelo quedó aún más grabada en mí. Despegarme de esa marca me suena extraño. Incluso, me causa disonancia cognoscitiva.
No niego que el esquema libre-mercadista tiene sus fallos y desventajas. Pero también estoy convencido que otros modelos hacen agua con igual e incluso mayor rapidez.
Por ejemplo, creo que, desde que está inherentemente basado en el reconocimiento del mérito, es menos dado a crear injusticias. Esto es, más cuestionable sería la aristocracia de una cúpula, a la cual sólo se accede a través del nacimiento, o el socialismo a ultranza, que reparte parejo basado en la existencia del individuo, sin importar su esfuerzo o voluntad.
Ya aplicado a mi país – patria víctima de mis desplantes esquizofrénicos –, tengo que reconocer que estamos más cerca de esa temida aristocracia, o mejor dicho, de una oligarquía, que de un sistema basado realmente en el mérito de sus participantes. Pero tengo confianza en que el movimiento será poco a poco en esa dirección.
Reconozco en las protestas de mis amigos izquierdistas lo razonable de sus peticiones de igualdad y apoyo a los más pobres, a un reparto más uniforme de la riqueza. Pero también siempre me queda la duda si ese reparto uniforme es realmente justo. No dudo que hay quienes con un poco de ayuda podrían salir adelante y mejorar su situación y la de la sociedad y de la comunidad a la cual pertenecen. Pero siempre he tenido la duda si el subsidio es la respuesta real.
- Y he aquí que descubro el primer fallo en mi argumentación, una grieta en mi discurso: ¿no gocé yo acaso de sendos subsidios en mis estudios y en mi formación? Sin ellos seguro que no hubiera estudiado en las universidades en dónde lo hice ni hubiera tenido la formación con la cual gozo -.
¿Cuándo entregar este subsidio? ¿A quién? ¿Dónde está la tenue línea que marca el apoyo indiscriminado, populista, de la ayuda real, que puede romper la inercia y generar un ciclo creador de riqueza?

Así como yo no me creo en la altura moral para darle de patadas al pesebre del cual he comido (las instituciones privadas, la clase media, la iniciativa privada, la industria), así también creo que hay quienes olvidan que gozaron de esos mismos privilegios y que ahora, me parece, lo olvidan.
No les acuso de traición: la única traición posible es cuando uno no se es fiel a uno mismo, pero tampoco puedo evitar que, al escuchar sus ideas, descubrir lo que considero un dejo de incongruencia.
Son como aquellos extranjeros que hacen sus “vacaciones revolucionarias” en Chiapas, para regresar a la certeza, la comodidad y la seguridad de su bienestar primer mundista. A los beneficios de su “salario púrpura”, como le llama el escritor Phillip Jose Farmer.
O los que, becados por el gobierno derechista, “huyen” a algún país europeo o norteamericano para desde allí quejarse amargamente de la situación de los pobres en México o de la traición a la izquierda mexicana.
Particularmente estremecedor me pareció el comentario de uno de ellos cuando, al explicar la trayectoria electoral del candidato socialista a la presidencia nacional, aseguraba que ganaría y de no ser así, sería un fraude. ¡Aún no eran las elecciones y ya eran víctimas de un fraude electoral!
Insisto en que ni yo ni mi círculo cercano pueden ser representativos, pero la gran mayoría de mi clasemediera y aburguesada familia y amistades votaron (o estaban en intención de votar) por el candidato de la derecha. Supongo que bajo la perspectiva de ese conocido mío en el destierro primermundista, todos esos votos – o intenciones de voto – no cuentan. O, simplemente, como yo mismo reconozco, no son ni significativos, ni dignos de tomar en cuenta.
Pero, si mis ideas son extrapolables hacia otros, ¿no era acaso factible que el candidato derechista obtuviera el triunfo por una diferencia muy pequeña? Pero, tal parece que, por el hecho de que ese candidato represente la continuidad de un modelo ya iniciado hace seis años, ya de inmediato es cuestionable, corrupto y su triunfo en las elecciones, fraudulento.
Demasiado temprano se grita “fraude” como para poder ser empático con quien lo dice. En el aparente discurso de mi camarada, la victoria estaba con el candidato de su predilección o de lo contrario se había maquinado una felonía. Sin importar que otros no pensaran como él. Supongo que, en su obcecación, todos esos “otros” no contaban. O no existían.

Lamento no compartir el rencor de clase. Lamento no compartir la idea de que otorgando mini-pensiones gratuitas a los adultos mayores su situación mejorará.
- Este es uno de los lemas de campaña del candidato de izquierda más sujeto a cuestionamiento. Sus seguidores, en un válido intento de racionalizar lo injustificable (algo así como hallar la cuadratura del círculo) lo soportaron con la idea de que si en los Estados Unidos los ciudadanos mayores reciben pensiones, entonces significa que la medida no es populista ni inviable. Lamento recordarles que ambos razonamientos de soporte están basados en pequeñísimos fallos, que supongo que por lo pequeño de la letra pasaron desapercibidos al defensor de la idea y no que los haya pasado por alto de manera intencional.
Uno, en efecto, en los países “desarrollados” los adultos mayores reciben sendas pensiones al jubilarse que pueden provenir del gobierno (las menos) o de una institución privada (un fondo de pensiones). Pero no se trata de un derecho inherente al individuo, sino beneficios que se ganaron ahorrando y colocando ese dinero en instituciones, descontándolas de sus salarios. Si alguien no pagó esas cuotas en el pasado, no tiene derecho a pensión alguna.
Segundo, la idea sí que es inviable: el sistema de pensiones americano (y de muchos otros países en el mundo, entre ellos el alemán y el francés) está en quiebra y los gobiernos ya no saben qué hacer para salir del atasco. –
Tampoco creo que basándonos en subsidios puede crecer una economía y con ella, los beneficios que se reparten en la sociedad y entre sus miembros.
Aplaudo su idea de aumentar la eficiencia del sistema tributario. Y de la creación de la pequeña y mediana empresa. Pero, si no recuerdo mal mis clases en esas malvadas instituciones imperialistas, esas ideas pertenecen al modelo del libre mercado. Y si es así, ¿para qué negar la influencia y acusar a otros que comulgan de ellas de “neoliberales”? (Como si los términos “globalización”, “neoliberal” y “libre mercado” fueran palabras obscenas, sólo propias para insultar y exentas de cualquier otro significado desligado de lo peyorativo).

También le otorgo mi voto de confianza a la continuación del modelo instaurado hace seis años bajo la idea de que un sexenio no es tiempo suficiente para hacer os cambios necesarios. Máxime cuando se cuenta con un congreso dividido que puede frenar y rechazar cualquier iniciativa (para bien y para mal).
No creo que seis años después del primer cambio debamos hacer el siguiente, así, de buenas a primeras. Me parece que un cambio radical a esta altura no sólo no da continuidad a lo ya iniciado, sino que puede hacer llevarnos a dar bandazos: la alternancia no se da así porque sí, ni es la panacea. Lo que no significa que cuando se reconoce que algo que no va bien es necesario cambiarlo. Y creo que un alto porcentaje de personas comulgan con mis ideas y su opinión merece respeto.

También, para qué negarlo ni aplazarlo; mi voto no está con el candidato de la izquierda porque nunca atrajo mi atención ni mi confianza.

En la distancia me entristeció muchísimo reconocer las campañas de descalificación que ambos candidatos urdieron contra su rival. No sólo no les atrajeron votos, sino que han polarizado a sus seguidores, haciendo casi imposible la reconciliación y la negociación al terminar el periodo electoral.
Porque, ¿cómo me acercaré a alguien para pedirle que coopere conmigo si me he dedicado a insultar su persona y sus ideas, poniéndole sobrenombres, llamándole asesino o corrupto (sin ofrecer las pruebas que lo soporten: eso no sólo es difamación, sino una clara canallada)?
Hemos, durante este período electoral, olvidado no sólo que quienes se ofrecen como gobernantes de nuestro país deben no sólo ser los mejores representantes de nuestras virtudes sino además caballeros, en el menos amplio y más arcaico sentido de la palabra.
- Tal vez es la razón por la cual en estos momentos me da por el romanticismo y el idealismo facilón y añoro aquella inocente idea de la aristocracia en el sentido aristotélico: un gobierno de los mejores, en donde la nobleza obliga. -
Y como caballeros se reconoce el triunfo y la derrota. Con gracia y con altura moral. No con desplantes ni amenazas.
Después de todo, la verdad siempre emerge.

Me disculpo con mis amigos con quienes no comparto ideales políticos. Suplico sus perdones por no compartir sus ideas de que hubo un fraude electoral. También por no poder considerar que el representante de la izquierda pudiera ser el mejor gobernador posible, ni el poder comulgar con sus estrategias y su forma de hacer política.
Espero que el futuro pruebe que mis preferencias no están equivocadas.
Si así fuera, espero tener el coraje y la entereza para ser el primero en reconocerlo.

lunes, marzo 13, 2006

Reunión de finanzas

En abril del ‘97, a penas unos días antes de que nos anunciaran la compra de la empresa por un importante grupo suizo, el área en que trabajaba tuvo su convención anual. Esa vez tocó en Huatulco. Estas escapadas a la playa eran una costumbre recurrente, impuesta por mi jefe, un alemán-venezolano. Era su creencia que tal práctica ayudaba a aliviar el estrés y a fomentar el acercamiento entre el personal. Para nosotros, que las aplaudíamos, eran el pretexto para, además de reunir a todos los financieros, disfrutar de tres o cuatro días de ocio por cuenta y cargo de la compañía.
Así, con las tardes y las noches libres, estas reuniones siempre tenían más partidarios a favor que en contra.
Pero, al margen del bronceado que pude obtener en aquella ocasión, hubo ciertos incidentes que hicieron memorable ese viaje.
El primero de ellos es el episodio de Annie. En aquel entonces tenía una gatita blanca con manchas negras, a la manera de las vacas Holstein, que era celosa y posesiva. Como buen animal doméstico, Annie tenía costumbres y rituales. Entre ellos estaba el darme compañía mientras me duchaba por las mañanas, siguiéndome a la habitación, observando cómo me metía en mis ropas de ejecutivo para saltar, finalmente, a mi hombro cuando, ya vestido del todo, me calzaba sentado en el borde de la cama. Pues bien, el día del viaje a Huatulco, con el horario y la rutina descompuestos, traté de seguir un poco el ritual normal. Después del baño, fui a sentarme, desnudo, en la cama para arreglarme un poco los pies cuando, de pronto y de la manera más natural para ella, sentí su peso en mi hombro y las garras en mi espalda. Muy diferente es la superficie de mi piel y, definitivamente, sin la textura de apoyo que siempre encontraba en mis ropas, así que Annie trató, a base de uñas, de sujetarse lo mejor que podía, dejándome la espalda llena de arañazos en el intento.
Más tarde, en la primera sesión de alberca, sus rasguños causaron, primero, la sorpresa y, después, la hilaridad de mis compañeros, quienes hacían apuestas sobre la identidad de la improbable gatita que habría dejado tales marcas.
El segundo episodio, emparentado con este por el tenue cordón umbilical de las costumbres y los rituales, ocurrió esa misma noche. Entre mis hábitos extravagantes tengo el bañarme, siempre que me es posible, desnudo en el mar. Y la oportunidad estaba que ni pintada: una buena playa, un mar calmo y una noche sin luna eran demasiado buenos para dejarles escapar. Así que, aprovechando el descuido de los demás, me escapé de los juegos nocturnos en la alberca.
Desgraciadamente, no fui tan subrepticio como hubiera querido. Mis colegas, en diversos grados de embriaguez, supusieron que compartía su alcoholismo y que, en un delirio, me metía al mar no del todo dueño de mí mismo. Sus carreras y gritos llegaron a la playa cuando yo ya me encontraba nadado en traje de Adán. Demasiado bebidos para lanzarse en mi rescate (como si yo lo necesitara) sólo lograron atraer la atención de más personas. Es natural que mi renuencia a salir aumentara en proporción al público reunido. Al final, tuve que advertirles la razón de mis negativas. Alguien me arrojó la ropa y, nueva victima de burlas ahora mezcladas con reproches, abandoné el agua. Por fortuna, hubo quienes protagonizaron incidentes aún más bochornosos esa noche, así que el mío pasó al olvido, clasificado como “pecado menor”.
El tercer episodio ocurrió al día siguiente. Tratando de ser más cuidadoso y evitando volver a ser el foco de atención de las bromas, me uní a los que tomaban el sol. Cualquiera que haya visitado una playa sabe que no existe tal cosa como estar en ella en paz. Uno se ve constantemente acosado por vendedores de cien y mil cosas. Desde collares a viajes en motos acuáticas, pasando por sombreros, camisetas, tatuajes más o menos temporales y otras mil porquerías. Pues bien, en una de tantas, un grupo de mujeres llegó ofreciéndole a mis compañeras peinarles el cabello con ese estilo en trencitas que tan popular hizo Bo Dereck cuando sale del mar en “10”. Y ellas cayeron en la tentación.
Mientras las veía, entusiasmado y divertido, me propusieron que yo también me hiciera algo en el pelo. Como buen yuppie siempre lo he usado corto, por lo que la invitación más parecía más un reto para las peinadoras que para mí. Así que acepté, tratando de adivinar cómo lo resolverían.
Usando hilos de colores (amarillo, azul marino, verde y turquesa), hicieron una tira que comenzaba en un mechón de cabello de mi coronilla, bajaba por detrás de la oreja y llegaba más abajo del hombro derecho. Me gustó y creo que incluso algunos de mis colegas vieron el adorno con cierta envidia.
Pero lo mejor ocurrió durante el desayuno del día de partida, cuando una de las animadoras del hotel me pidió que la acompañase. Esa mañana ella tenía que cuidar y entretener a un grupo de niños. Varios de ellos se habían sentido atraídos por la cinta en mi cabello y querían saber qué era y para qué servía. La respuesta, he de confesarlo siempre, fue una inspiración: era mi encendedor de ideas. Así, como en los dibujos animados: cuando quería una idea, tiraba del cordel y la idea se prendía.
Los niños (y también la chica) quedaron fascinados.
He de reconocer que nunca he tenido una salida mejor.
Y creo que es eso lo que más añoro de aquella reunión de finanzas en la playa. Más que el haber sido nombrado ejecutivo del año durante la cena de la última noche o el convivir con gente que, unas cuantas semanas después, ya no trabajaba para la firma (despedidos por causa de la compra de la empresa).
Tanto que aún guardo la tira de hilos, esperando que, algún día, pueda servir para prenderme el foco e iluminarme las ideas.

miércoles, febrero 01, 2006

Imágenes barcelonesas (XII)
Me gusta caminar por las Ramblas, sobre todo de noche, cuando lo más estrafalario de la fauna humana sale a pasear. Es entonces que la calle es tomada por un ejército variopinto y surrealista.
Veo a las alemanas y a las nórdicas, jóvenes y delgadas, emperifolladas y sugerentes; a las francesas, de actitud altiva y desdeñosa; a las inglesas, faltas de garbo y ahogadas de borrachas. A las latinoamericanas, de voces escandalosas. A las chicas darkies, con sus cursis encajes y terciopelos negros. O a las hippies, de colores extravagantes y cuidadoso desaliño.
Y, sobre todo, a las españolas en general (y a las catalanas en lo particular): no puedo negar que son atractivas. Incluso guapas. Pero están perennemente enojadas.

sábado, enero 28, 2006

Cinco hábitos extraños

- Mirar a la gente de forma intensa
- Fijarme en los zapatos de las mujeres
- Modificar mi acento al hablar. Por ejemplo, cuando hablo en inglés con cualquier persona, soy muy consciente e, incluso, exagero mi acento, queriendo hacerlo británico. Sin embargo, cuando mi interlocutor es gringo, me despreocupo. También algo ocurre con mi acento en español: hago todo lo posible por mantener un acento neutro, evitando el tono y la cadencia de los habitantes de mi región (le huyo al acento chilango)... He llegado al grado de que, en España, uso el vosotros y sus conjugaciones.
- Hablar de más… Como los peces, siempre caigo por la boca.
- Me rasuro a ciegas. Cada tercer día. Con los ojos cerrados. En la ducha. Barba y cabeza.
- Un sexto (reforzando ese cuarto hábito ya mencionado): diluyo el refresco en agua. A partes iguales.

jueves, enero 19, 2006

Imágenes barcelonesas (XI)
No puedo negar que me sorprendí cuando me abordó. Me preguntó por un bar dominicano del que yo tenía un cierto recuerdo: allí festejamos el cumpleaños de una compañera de la maestría a inicios del verano.
Le dije que el nombre me era familiar, pero no recordaba bien en dónde estaba. Había dos opciones y, la verdad, sería más fácil acompañarla que explicarle.
Dudaba.
No la culpo. No es normal que un desconocido se ofrezca a hacerla de guía, menos aún de noche y con frío. Sin embargo, ¿cuál es la posibilidad de que se le pidan instrucciones a un asesino en serie?
Supongo que ella pensó lo mismo y aceptó. Pero seguía nerviosa: siguió hablando y diciendo bromitas sobre el frío, sobre el no tener la dirección correcta del bar, sobre el llevar un regalo y no sólo su sonrisa.
Yo contestaba con pequeñas galanterías.
Muy pronto dijo mucho: venía a la fiesta de despedida de – ¡qué casualidad! – una pareja de mexicanos, compañeros de su nuevo trabajo.
Vestía un largo abrigo blanco y jugueteaba de continuo con un paquete rojo – el complemento a la sonrisa, pensé.
Encontramos el bar a la primera y me despedí en la puerta.
“¿Quieres entrar a beber algo?”
Tentador y todo, no acepté la invitación. “Otra vez será”.
Me fui con sentimientos encontrados. No le pregunté su nombre, su teléfono, nada. La verdad es que, para ligar, soy un individuo más bien inofensivo. Sencillamente, nunca reconozco el tempo.