jueves, septiembre 02, 2004

Tu piel me visitó esta noche de desengaños
Se le adelantó al ladrón
Que venía a entrar a saco
Mi casa, mi suerte

Llegó de tarde
Por la noche de pasos de reloj
Y cigarras canoras

Tu piel se coló Por debajo de la cama
A través de la ventana
Saltando sillones Abriendo libros

Me visitó con dientes blancos
Y fieros
Con marcas de mordidas
Y perfumes suaves

Vino tropezándose con la tubería que está tendida en el techo
Llamando a los cristales
Metiéndose entre mis sábanas



Tu piel llegó de pronto
Inesperada y bienvenida
Sin invitaciones Sin reservación Ni cita previa



Y yo no estuve allí para esperarla.

lunes, agosto 30, 2004

Un amanecer

Se había forzado a dormir, pero la verdad es que hubiera preferido no hacerlo. El sueño había sido inquieto, lleno de los mismos signos premonitorios, de signos que se repetían una y otra vez. Símbolos que reconocía perfectamente. Estaba nervioso. Sentía miedo. Un miedo que no por comprensible o esperado era menos contundente.

Después de despertar otra vez, decidió levantarse. Estiró sus ropas. Se había tumbado vestido en el sillón a tratar de descansar un poco, para juntar las fuerzas y el coraje suficientes. Sólo logró hacerlo pasar, postergarlo, pero no desvanecerlo.

Allí estaba. El miedo. El temor que le dijeron que existiría.

Se levantó y fue a la habitación contigua. Sentado, leyendo, estaba Martín.

- Estoy nervioso.
- Lo sé.
- Tengo miedo, Martín.
- Lo sé. Qué bueno. Si no tuvieras miedo estarías muerto.

Suspiró. ¿Qué hora sería?

- Una parte de mí desea que ya fuera mañana, o pasado mañana, o el mes que viene. Que ya hubiera pasado este día. Todo esto.
- Cuando era niño – dijo Martín -, mi padre me platicaba el cuento de un chico que al que una vieja le regalaba una esfera. De la esfera salía un hilo de oro y, si tirabas de él, el tiempo corría más de prisa. Y el chico este le daba tirones al hilo cada vez que estaba en líos. El problema es que el hilo no se podía meter de nuevo a la madeja dentro de la esfera, así que la vida se le iba de pronto, así, rápido.
- Que terrible. Y, ¿qué pasa al final?
- Pues al final el chico de la historia, que ya es un viejito, se vuelve a encontrar a la misma vieja del principio y la convence de que le acepte la bola con todo el hilo de fuera. La vieja acepta y el viejo despierta siendo una vez más un chico en la casa de su madre.
- ¿De verdad?
- Sí. Mi padre decía que era una fábula para darle tiempo al tiempo. A mí me parece un cuento muy cruel… ¿Quieres algo de comer, de beber?
- No.
- Ve a dormir. Necesitas descansar, estar fresco.
- Lo sé. Pero no puedo.
- Sí, yo también lo sé.

Martín revisó al otro hombre. Grandes amigos no eran, pero lo suficiente cercanos para acompañarlo a lo que tenía que hacer. Tan amigos como para pasar la noche junto a él y recibir el día juntos.

- ¿Crees que si me disculpara sería bastante?

Martín se encogió de hombros.

- No lo sé. ¿Tu qué crees?
- Creo que esto ya está más allá de cualquier disculpa.
- Por lo que me has dicho, creo que siempre estuvo más allá de cualquier disculpa.
- No me siento bien. Me duele el vientre.
- Estas inquieto.
- ¿Tú nunca has sentido miedo?
- Muchas veces. Ya te lo dije, si no sintieras miedo estarías muerto.
- Tal vez ya estoy muerto. Como el hombre que se despertó sin saber que ya lo estaba, hasta que se vio en metido en la tumba.
- No creo. Según recuerdo el hombre no habla ni ve a nadie y yo estoy hablando contigo. O qué, ¿yo también estoy muerto?
- Tal vez todos estamos muertos.

Hubo otro largo silencio.

- ¿Quieres ir a la iglesia?
- No. No quiero iglesia, ni vino, ni comida, ni nada.
- Tal vez debiste haber pensado en esto antes de iniciarlo todo.
- No podía. Y cuando pensaba en ello, me lo imaginaba distinto.
- ¿Cuán distinto?
- Pues no sé. Que él se iba, o que moría. O que huíamos juntos. No lo sé, distinto.
- ¿Qué moría? ¿Qué él se moría? ¿De qué?
- No lo sé. Es militar. Que lo mataban en algo.
- Su grado no tiene nada que ver con el ejército. Además, hace mucho tiempo que ningún oficial muere en campaña, ¿sabías?
- Lo sé, lo sé – la boca le sabía a ácido -. Entonces, ¿qué tengo que hacer?
- ¿Qué pregunta es esa?
- Sí, sí. ¿Ponerme en guardia y doblar las rodillas?
- Cualquier consejo ya no sirve. Solo te pondrá más nervioso y te confundirá más.
- ¿Qué hora es?
- Aún es temprano. ¿Quieres que nos vayamos?
- Sí. No. No lo sé.
- Vámonos. El frío te hará bien. Sólo cúbrete.

Recogieron sus ropas. Mientras Martín recogía las cosas, él se paró frente un espejo. Era un buen espejo, de buen tamaño. Se puso un abrigo. Se vio. Se lo quitó y lo cambió por otro, bastante más elegante que el primero.

Martín lo veía desde la puerta, con un largo paquete bajo el brazo. Se veía extrañado y hasta un poco divertido.

- Siempre he sido un tanto teatral – dijo, justificándose.
- ¿Un tanto?
- Muy teatral. Creo que eso es lo que lo inició todo.

Martín asintió en silencio.

Tomaron sus sombreros y salieron. No hacía frío y la oscuridad se iba disolviendo poco a poco.

Caminaron por las calles, en silencio. Él se mordía la lengua y los labios para obligarse a seguir callado. El silencio lo ponía más ansioso.

Los ladridos de un perro desde dentro de un portón lo hicieron pegar un salto. Volvió la vista a su acompañante buscando la burla en su cara, pero no vio nada. Ni desaprobación, ni burla, ni simpatía. En otra ocasión ambos hubieran reído. O tal vez no. Cayó en la cuenta de que no conocía a Martín lo suficiente para decir a ciencia cierta qué reacción hubiese tenido.

Después de poco más de media hora de caminata llegaron al inicio del bosque. Ya había amanecido del todo. El cielo se pintaba de colores que en otro momento se le hubieran antojado alegres y que ahora se veían sangrientos.

- ¿Quieres estirarte un poco? – preguntó Martín.

Asintió en silencio.

Sobre el suelo, Martín deshizo el paquete que traía bajo el brazo, con mucho tintineo de metal. Escogió un par de objetos y le ofreció uno al otro hombre.

- Ésta ya la has usado. Te debe ser familiar. A menos que se diga otra cosa, tienes derecho a usar la que tú quieras y creo que ésta es buena. Tiene buen peso, no te confundirá.
- Bien… Las rodillas flexionadas, ¿verdad?
- Y no dejes de verle la mano.

Antes de tomar el objeto de las manos de Martín, oyeron ruido. Cinco hombres se dirigían hacia ellos.

- ¿Armando Saldaña? – preguntó uno de los cinco.

Asintió. Era un formulismo. Los conocía a todos, aunque era posible que no todos ellos a él. Pero, bien visto, la pregunta era necia, ¿quién iba a estar a esta hora en el bosque así?

- El señor Hernández busca al señor Saldaña – repitió el mismo hombre.
- El señor Saldaña está aquí – contestó Martín, tal como se requería.
- ¿Saben, señores, por qué están aquí?

Las palabras eran parte del ritual, con entonación de quien las ha practicado toda la noche.

Al parecer no soy el único que es teatral, pensó Saldaña y dejó que Martín contestara por él, tal como decían las reglas.

- Así es, señores.
- Mi colega, el licenciado Vincent, y su servidor, Eugenio De la Torre, acompañamos al señor Hernández. ¿Quién habla por el señor Saldaña?
- Su servidor, Martín Garduño.

Saldaña volteo a verlo, extrañado. Supuso que en estos lances más valía mantener el verdadero nombre oculto. Delatar la presencia de Martín podía hacer que el asunto, de por sí complicado, pero personal, se volcara contra él. Por un momento se recriminó el haberlo inmiscuido, pero ya era demasiado tarde y, para bien o para mal, prefería tener a alguien, que si bien no era excesivamente cercano, si equilibraría cualquier circunstancia externa.

- ¿Vienen solos, señor Garduño?
- Nuestro segundo acompañante estará aquí en cualquier momento. Aún es temprano.
- Bien. Entienden, señores, que para lo nuestro, entre más pronto, mejor.
- También para nosotros.

Aunque alcanzaba a ver a Hernández, Saldaña prefería no voltear a verlo. Sabía que su vista lo haría sentirse aún más nervioso, menos seguro.

- Alguien se acerca – dijo el llamado licenciado Vincent, con acento francés, alertando a todos.
- ¡Javier! – dijo Saldaña, sorprendido y mucho más alto de lo que le hubiese gustado.
- ¿Señor? – dijo con tono de amenaza el De la Torre dirigiéndose al recién llegado.
- Javier Saldaña. Acompaño aquí a mi hermano, Armando.

Armando Saldaña se acercó a su hermano.

- ¿Qué haces aquí? – le reclamó por lo bajo.
- Vengo de tu segundo. Medio mundo sabe que estás aquí. ¿O crees que te iba a dejar venir solo?
- Estos asuntos no te gustan.
- Y ahora me gustan menos. Maldito seas, idiota. ¿Cómo te metiste en esto?
- ¿Recuerdas a Clara?
- ¿Cuál Clara?
- Clara Maldonado…
- ¿De qué me hablas? Hace como diez años que no oía hablar de ella. ¿No estaba casada y con el esposo en Europa?
- Regresaron de Europa.
- ¿Y?
- Ese es su esposo.
- ¿Pero…?
- Nos hemos vuelto a ver dos o tres veces desde que regresaron. De alguna forma él se enteró.
- Imbécil. No sé por qué no te mato. ¿No me digas qué…?
- No.
- Otra vez, de cabeza por ella.
- Sí, siempre.
- Idiota. ¿Y éste?
- ¿Martín? Bueno, nunca he sido del todo bueno en esto…
- ¿Martín? ¿Es el Martín que estoy pensando? Es un forajido.
- Cállate. No es un forajido y me ha ayudado a perfeccionarme.
- Señores, ¿todo listo? El tiempo apremia – dijo De la Torre.
- ¿O sea que ya lo tenías planeado?
- Por supuesto que no. Siempre es bueno saber y practicar un poco más…
- A veces me das miedo.

Más pasos se oyeron y dos personas más se acercaron al grupo. Los cinco hombres del otro lado se inquietaron. Demasiadas llegadas.

- El segundo ha llegado – anunció Martín -. El teniente Oceguera.
- Señores – saludo con voz engolada uno de los llegados, un individuo menudo y tal vez un poco delgado, con un rostro lampiño, de rasgos demasiado armoniosos.

El señor Hernández, quien hasta ahora no había dicho una palabra, se acercó a De la Torre, quien ya mostraba signos de ira, y le dijo algo en secreto. De la Torre se puso aún más tenso y dio la impresión de querer comenzar a dar saltos de un lado a otro, pero se contuvo a fuerza. Saldaña sabía que tenía fama de explosivo, pero tal parecía que el día de hoy todo el mundo iba a cuidar las apariencias.

Javier Saldaña trató de decirle algo más a su hermano, pero éste lo ignoró, dejándolo solo y acercándose a donde estaban Martín y los otros dos.

Martín le dirigió una mirada al acompañante del teniente junto con una seña con la cabeza. Éste se acercó a Javier Saldaña, lo tomó del brazo y se lo llevó consigo, alejándolo aún más del grupo.

- Señores – dijo Martín en alto dirigiéndose a todos y a nadie en particular-, estamos prontos.
- Se entiende que, por la gravedad del asunto – comenzó el licenciado Vincent (se notaba que De la Torre ya no estaba en posición de interpretar su papel de forma suficientemente flemática) -, el señor Hernández demanda…
- Completa satisfacción. Sí, lo entiendo. La tendrá – se adelantó Armando Saldaña.
- Excelente – contestó Vincent.

Armando volteó a ver a Martín, buscando algún signo de aprobación. Nada. Ni en él ni en el pequeño teniente. Demasiado bajito y menudo para militar, pensó Saldaña.

Observó como el señor Hernández se despojaba de abrigo, sombrero, y quedaba en camisa. El señor De la Torre tomó algo de las manos de uno de los otros dos individuos que no habían sido presentados, y que hasta ahora parecían no tener propósito ninguno en la escena, y se lo dio a Hernández.

El teniente tuvo que sacar a Saldaña de su contemplación. Saldaña, con manos un tanto torpes, comenzó a quitarse el sobretodo. El teniente tuvo que ayudarle, sosteniéndole el sombrero y las piezas de ropa que se fue quitando hasta quedar también en mangas de camisa. Al final, le ofreció unos guantes de piel. Al tomarlos y al mirar al teniente a los ojos, cayó en cuenta de qué era lo que le causaba extrañeza: el teniente era una mujer disfrazada de hombre.

Martín se acercó.

- Ten. Tranquilo. No te precipites. Recuerda que estamos aquí.
- Sí, gracias. Pensé que ya no me ibas a dar consejos… Mi hermano…
- No te preocupes, no hará nada tonto.

Hernández se acercó. Su mirada era fría. A Saldaña el corazón le latía de manera desbordada, la boca se le había quedado seca de pronto. Por alguna razón tenía calor. Se preguntó si él tendría la misma expresión seca que reflejaba el rostro de Hernández. Se preguntó si el otro estaría tan nervioso como él.

Martín y el teniente Oceguera saludaron con la cabeza, en silencio, a Hernández y se alejaron un poco. Este pareció no verlos. Su mirada se dirigió a Saldaña.

Saldaña se compuso lo mejor que pudo. Miró a los ojos a Hernández y, por un momento, se olvidó de dónde estaba y se acordó de Clara, de su risa, de cómo hacia más de diez años la había llorado a gritos cuando se había casado con ese hombre que ahora tenía enfrente, de la mirada nerviosa que tenía cuando volvieron a verse, del sabor familiar de sus besos.

- A muerte – dijo el señor Hernández.

Saldaña asintió, levantó la espada y se puso en guardia.