lunes, marzo 13, 2006

Reunión de finanzas

En abril del ‘97, a penas unos días antes de que nos anunciaran la compra de la empresa por un importante grupo suizo, el área en que trabajaba tuvo su convención anual. Esa vez tocó en Huatulco. Estas escapadas a la playa eran una costumbre recurrente, impuesta por mi jefe, un alemán-venezolano. Era su creencia que tal práctica ayudaba a aliviar el estrés y a fomentar el acercamiento entre el personal. Para nosotros, que las aplaudíamos, eran el pretexto para, además de reunir a todos los financieros, disfrutar de tres o cuatro días de ocio por cuenta y cargo de la compañía.
Así, con las tardes y las noches libres, estas reuniones siempre tenían más partidarios a favor que en contra.
Pero, al margen del bronceado que pude obtener en aquella ocasión, hubo ciertos incidentes que hicieron memorable ese viaje.
El primero de ellos es el episodio de Annie. En aquel entonces tenía una gatita blanca con manchas negras, a la manera de las vacas Holstein, que era celosa y posesiva. Como buen animal doméstico, Annie tenía costumbres y rituales. Entre ellos estaba el darme compañía mientras me duchaba por las mañanas, siguiéndome a la habitación, observando cómo me metía en mis ropas de ejecutivo para saltar, finalmente, a mi hombro cuando, ya vestido del todo, me calzaba sentado en el borde de la cama. Pues bien, el día del viaje a Huatulco, con el horario y la rutina descompuestos, traté de seguir un poco el ritual normal. Después del baño, fui a sentarme, desnudo, en la cama para arreglarme un poco los pies cuando, de pronto y de la manera más natural para ella, sentí su peso en mi hombro y las garras en mi espalda. Muy diferente es la superficie de mi piel y, definitivamente, sin la textura de apoyo que siempre encontraba en mis ropas, así que Annie trató, a base de uñas, de sujetarse lo mejor que podía, dejándome la espalda llena de arañazos en el intento.
Más tarde, en la primera sesión de alberca, sus rasguños causaron, primero, la sorpresa y, después, la hilaridad de mis compañeros, quienes hacían apuestas sobre la identidad de la improbable gatita que habría dejado tales marcas.
El segundo episodio, emparentado con este por el tenue cordón umbilical de las costumbres y los rituales, ocurrió esa misma noche. Entre mis hábitos extravagantes tengo el bañarme, siempre que me es posible, desnudo en el mar. Y la oportunidad estaba que ni pintada: una buena playa, un mar calmo y una noche sin luna eran demasiado buenos para dejarles escapar. Así que, aprovechando el descuido de los demás, me escapé de los juegos nocturnos en la alberca.
Desgraciadamente, no fui tan subrepticio como hubiera querido. Mis colegas, en diversos grados de embriaguez, supusieron que compartía su alcoholismo y que, en un delirio, me metía al mar no del todo dueño de mí mismo. Sus carreras y gritos llegaron a la playa cuando yo ya me encontraba nadado en traje de Adán. Demasiado bebidos para lanzarse en mi rescate (como si yo lo necesitara) sólo lograron atraer la atención de más personas. Es natural que mi renuencia a salir aumentara en proporción al público reunido. Al final, tuve que advertirles la razón de mis negativas. Alguien me arrojó la ropa y, nueva victima de burlas ahora mezcladas con reproches, abandoné el agua. Por fortuna, hubo quienes protagonizaron incidentes aún más bochornosos esa noche, así que el mío pasó al olvido, clasificado como “pecado menor”.
El tercer episodio ocurrió al día siguiente. Tratando de ser más cuidadoso y evitando volver a ser el foco de atención de las bromas, me uní a los que tomaban el sol. Cualquiera que haya visitado una playa sabe que no existe tal cosa como estar en ella en paz. Uno se ve constantemente acosado por vendedores de cien y mil cosas. Desde collares a viajes en motos acuáticas, pasando por sombreros, camisetas, tatuajes más o menos temporales y otras mil porquerías. Pues bien, en una de tantas, un grupo de mujeres llegó ofreciéndole a mis compañeras peinarles el cabello con ese estilo en trencitas que tan popular hizo Bo Dereck cuando sale del mar en “10”. Y ellas cayeron en la tentación.
Mientras las veía, entusiasmado y divertido, me propusieron que yo también me hiciera algo en el pelo. Como buen yuppie siempre lo he usado corto, por lo que la invitación más parecía más un reto para las peinadoras que para mí. Así que acepté, tratando de adivinar cómo lo resolverían.
Usando hilos de colores (amarillo, azul marino, verde y turquesa), hicieron una tira que comenzaba en un mechón de cabello de mi coronilla, bajaba por detrás de la oreja y llegaba más abajo del hombro derecho. Me gustó y creo que incluso algunos de mis colegas vieron el adorno con cierta envidia.
Pero lo mejor ocurrió durante el desayuno del día de partida, cuando una de las animadoras del hotel me pidió que la acompañase. Esa mañana ella tenía que cuidar y entretener a un grupo de niños. Varios de ellos se habían sentido atraídos por la cinta en mi cabello y querían saber qué era y para qué servía. La respuesta, he de confesarlo siempre, fue una inspiración: era mi encendedor de ideas. Así, como en los dibujos animados: cuando quería una idea, tiraba del cordel y la idea se prendía.
Los niños (y también la chica) quedaron fascinados.
He de reconocer que nunca he tenido una salida mejor.
Y creo que es eso lo que más añoro de aquella reunión de finanzas en la playa. Más que el haber sido nombrado ejecutivo del año durante la cena de la última noche o el convivir con gente que, unas cuantas semanas después, ya no trabajaba para la firma (despedidos por causa de la compra de la empresa).
Tanto que aún guardo la tira de hilos, esperando que, algún día, pueda servir para prenderme el foco e iluminarme las ideas.