domingo, febrero 06, 2005

Día uno

Todos han tenido un año uno. Recuerdo mucho el cómic que con ese nombre hizo Frank Miller. El primer año de vida de Bruce Wayne como Batman.
Clásica es ya la imagen de Bruce echado en un sillón tirando sangre después de su primer salida. La cosa no había salido bien. Su primer enfrentamiento con el enemigo había sido lamentable. Rogándole al fantasma de su padre, espera una revelación. Y llega. Un murciélago a través de la ventana.
Todos sabemos que Bruce ya está condenado de antemano. A pesar de sus heridas sangrantes. Seguirá. Es su sino.
Hoy, yo me he enfrentado al mío. Venía de comprar el pan y el periódico (ese día se incluía una película: “Doctor Zhivago”). Calle abajo gritaron “al ladrón”, “policía”, “deténganlos”. Les he visto correr hacia mí con un bolso amarillo y negro en las manos. Y no pude evitarlo. Ha sido más fuerte que yo.
Venían corriendo por Comercio y, al llegar a Princesa se separaron. Uno tomó por allí, el otro por Tantarantana. Corrí detrás de ese último, gritando “detente, cabrón”.
Mientras corría pensé, no debo apretar mucho el pan, que lo voy a romper.
De pronto, sentí un empujón por la espalda, oí un ruido de plástico que se quebraba y caí al piso. Mientras caía, oí el motor de una motoneta. Ya en el piso alcancé a ver como otro de los perseguidores pasaba a mi lado.
Me quedé allí un momento. El periódico tirado por un lado, la película por allá. La barra de pan partida en tres trozos, uno más corto que los otros: el lugar por el cual la iba tomando mientras corría.
Me incorporé y noté el dolor en una mano, en el hombro y, sobre todo, en la rodilla. Me recargué a un poste y quedé sentado en la calle.
Eventualmente llegaron los mirones. Me sorprendió que no llegaran antes. En mi país yo ya estaría rodeado. Una chica llegó junto a mí y me preguntó si estaba bien. Le pregunté qué le habían robado. Nada, ella y su padre también eran perseguidores. Luego llegó la pareja francesa, ofreciéndose a llamar una ambulancia. Después, la mujer de amarillo que había visto la matrícula de la moto. Recogieron el diario, la película, y me los entregaron. Dimos el pan por perdido.
Me levanté, con el orgullo herido. Cojeando, acompañé a la chica a buscar a su padre, el hombre bajito que había pasado a mi lado persiguiendo a uno de los ladrones.
Al llegar a la plaza Tantarantana, lo encontramos, frustrado y maldiciente. Me explicó lo que había pasado. El hombre en la motoneta era un cómplice y yo, al parecer, estaba alcanzando al que corría, así que me embistió por detrás.
Se ofrecieron a llevarme a un hospital o a la comisaría. No. Para qué. No podría reconocerles. El hombre que yo perseguía era de mi estatura, moreno, de pelo negro, corto, rizado y llevaba bigote. Iba vestido de negro con vivos blancos. Pero no podría reconocerlo ni aunque me lo pusieran enfrente. Al de la motoneta ni le vi.
Dejé a la chica con su padre discutiendo con la mujer de amarillo. Di vuelta por la calle de Tiradores y llegué a casa, burlándome de mi mismo por lo bajo.
Eso me pasa por hacerle al superhéroe.
No me pasó nada. Sólo un moretón en la cadera y un gran raspón en la rodilla.
¡Valiente vigilante!
A ver, ¿qué hubiera hecho si lo hubiese alcanzado? ¿Darle un periodicazo? Bien visto, no me fue tan mal. Y, ¿si él hubiera traído una navaja o algo así? En mi país las usan.
Lo peor es que sé que lo haría de nuevo. Correr tras los malos.
Es mi sino.
Como Bruce Wayne. Como Matt Murdock.
Mi Noblesse obligue.