martes, julio 11, 2006

Cucarachas

La mayor parte de las ciudades del mundo sufre de algún tipo de plaga. Barcelona no es la excepción. Su clima cálido y húmedo es factor aliciente y agravante a la vez. Las cucarachas pululan, sobre todo, en el barrio antiguo. Habitan en las tuberías, en los huecos de las paredes. En todo lugar en donde haya una pequeña grieta, allí seguro habrá alguna.
La mayor parte son pequeñas, no mayores de medio centímetro, negras, rápidas. Nerviosas. Y hay muchas. Por todos lados.
Cuando se enciende la luz, corren en desbandada, hacia todas partes, huyendo del cazador que, frustrado, las ve desaparecer, poniéndose a salvo del zapato, del periódico o del matamoscas.
En general, son bichos inmundos y despreciables, no importando su reconocida capacidad de supervivencia.

– Alguna vez escuché la historia de que en los Estados Unidos se había hecho un experimento, tratando de erradicarlas con radiación. (No dudo de la veracidad de la anécdota: los gringos son capaces de todo). No sólo sobrevivieron sino que, además, contaminaban todo con lo que tenían contacto. Eventualmente, el ejército tuvo que asignar un comando especial para su exterminio. El procedimiento estándar fue simple: localizarlas con la ayuda de un contador Geiger y aplastarlas con un martillo de goma.
Tengo entendido que la población en Nueva Inglaterra en donde tuvo lugar el experimento es actualmente un pueblo fantasma, habitado aún por las descendientes radioactivas de aquellas pruebas de la Guerra Fría.
Me pregunto si, al saber esto, los seguidores de PETA levantarán el puño derecho en ademán de victoria, orgullosos ante la reivindicación de los derechos animales y la ironía del caso. ¿O sería posible imaginar a alguno de sus militantes dando furibundos golpes con una sandalia en un vano intento por acabar con alguna de sus molestas compañeras de piso? –

domingo, julio 09, 2006

El mejor hombre

Estoy tan cierto de que mi opinión política es tan mala y endeble que dudo en expresarla por escrito. Además, he dado tantos bandazos en mi vida con respecto a mis creencias que tampoco creo ser representante de la mayoría, muestra válida para un estudio sociológico, encuesta de tendencia cuantitativa ni un ejemplar fáctico de valor cualitativo.
Cuando estudiaba en la secundaria tuve la fortuna de tener entre mis profesores a un socialista que había participado en la insurrección guerrerista armada de los 70’s. Al mismo tiempo, el padre de uno de mis amigos era troskista y miembro activo del PT. Fue entonces que, un tanto desencantado, descubrí que hasta entre socialistas y comunistas había diferencias tan grandes que no podían ser zanjadas.
En la preparatoria y en la universidad me consideré más bien “ecologista”, con campañas de apoyo a los verdes. Recuerdo que uno de mis primeros votos en la mayoría de edad se lo otorgué al PSUM (el gallo rojo comunista): un hombre que vivía en el barrio de al lado se postulaba para presidente municipal, ¡por supuesto que tuvo mi voto!
Luego vendrían mis días universitarios en una institución privada. Mi familia, atípicamente clasemediera, dependiente del salario de un empleado de gran empresa trasnacional, tal vez hubiera pagado mis estudios allí. Lo que es cierto es que mi desempeño como alumno me ayudó a estudiar becado en la escuela de ingeniería más cara de Latinoamérica – me gustaría poder decir que era, al mismo tiempo, la mejor, pero muchos podrán poner eso en tela de juicio.
Durante ese tiempo, y durante mis siguientes años ya como graduado, reconocí la inevitable certeza del modelo de libre mercado. Y la verdad es que me acomodaba bien. En él fui educado, reconozco sus ventajas y, no sólo no puedo negar su influencia, sino tampoco sus efectos en mi vida.
He crecido y me he desarrollado alrededor de la idea de la meritocracia en la que el modelo está fundamentado. No niego las virtudes y ventajas de otros modelos económicos, pero esos modelos llegan a mis oídos cargados de imágenes de buena voluntad y poca factibilidad.
Mis estudios superiores los cursé en una universidad americana, con lo que la marca del modelo quedó aún más grabada en mí. Despegarme de esa marca me suena extraño. Incluso, me causa disonancia cognoscitiva.
No niego que el esquema libre-mercadista tiene sus fallos y desventajas. Pero también estoy convencido que otros modelos hacen agua con igual e incluso mayor rapidez.
Por ejemplo, creo que, desde que está inherentemente basado en el reconocimiento del mérito, es menos dado a crear injusticias. Esto es, más cuestionable sería la aristocracia de una cúpula, a la cual sólo se accede a través del nacimiento, o el socialismo a ultranza, que reparte parejo basado en la existencia del individuo, sin importar su esfuerzo o voluntad.
Ya aplicado a mi país – patria víctima de mis desplantes esquizofrénicos –, tengo que reconocer que estamos más cerca de esa temida aristocracia, o mejor dicho, de una oligarquía, que de un sistema basado realmente en el mérito de sus participantes. Pero tengo confianza en que el movimiento será poco a poco en esa dirección.
Reconozco en las protestas de mis amigos izquierdistas lo razonable de sus peticiones de igualdad y apoyo a los más pobres, a un reparto más uniforme de la riqueza. Pero también siempre me queda la duda si ese reparto uniforme es realmente justo. No dudo que hay quienes con un poco de ayuda podrían salir adelante y mejorar su situación y la de la sociedad y de la comunidad a la cual pertenecen. Pero siempre he tenido la duda si el subsidio es la respuesta real.
- Y he aquí que descubro el primer fallo en mi argumentación, una grieta en mi discurso: ¿no gocé yo acaso de sendos subsidios en mis estudios y en mi formación? Sin ellos seguro que no hubiera estudiado en las universidades en dónde lo hice ni hubiera tenido la formación con la cual gozo -.
¿Cuándo entregar este subsidio? ¿A quién? ¿Dónde está la tenue línea que marca el apoyo indiscriminado, populista, de la ayuda real, que puede romper la inercia y generar un ciclo creador de riqueza?

Así como yo no me creo en la altura moral para darle de patadas al pesebre del cual he comido (las instituciones privadas, la clase media, la iniciativa privada, la industria), así también creo que hay quienes olvidan que gozaron de esos mismos privilegios y que ahora, me parece, lo olvidan.
No les acuso de traición: la única traición posible es cuando uno no se es fiel a uno mismo, pero tampoco puedo evitar que, al escuchar sus ideas, descubrir lo que considero un dejo de incongruencia.
Son como aquellos extranjeros que hacen sus “vacaciones revolucionarias” en Chiapas, para regresar a la certeza, la comodidad y la seguridad de su bienestar primer mundista. A los beneficios de su “salario púrpura”, como le llama el escritor Phillip Jose Farmer.
O los que, becados por el gobierno derechista, “huyen” a algún país europeo o norteamericano para desde allí quejarse amargamente de la situación de los pobres en México o de la traición a la izquierda mexicana.
Particularmente estremecedor me pareció el comentario de uno de ellos cuando, al explicar la trayectoria electoral del candidato socialista a la presidencia nacional, aseguraba que ganaría y de no ser así, sería un fraude. ¡Aún no eran las elecciones y ya eran víctimas de un fraude electoral!
Insisto en que ni yo ni mi círculo cercano pueden ser representativos, pero la gran mayoría de mi clasemediera y aburguesada familia y amistades votaron (o estaban en intención de votar) por el candidato de la derecha. Supongo que bajo la perspectiva de ese conocido mío en el destierro primermundista, todos esos votos – o intenciones de voto – no cuentan. O, simplemente, como yo mismo reconozco, no son ni significativos, ni dignos de tomar en cuenta.
Pero, si mis ideas son extrapolables hacia otros, ¿no era acaso factible que el candidato derechista obtuviera el triunfo por una diferencia muy pequeña? Pero, tal parece que, por el hecho de que ese candidato represente la continuidad de un modelo ya iniciado hace seis años, ya de inmediato es cuestionable, corrupto y su triunfo en las elecciones, fraudulento.
Demasiado temprano se grita “fraude” como para poder ser empático con quien lo dice. En el aparente discurso de mi camarada, la victoria estaba con el candidato de su predilección o de lo contrario se había maquinado una felonía. Sin importar que otros no pensaran como él. Supongo que, en su obcecación, todos esos “otros” no contaban. O no existían.

Lamento no compartir el rencor de clase. Lamento no compartir la idea de que otorgando mini-pensiones gratuitas a los adultos mayores su situación mejorará.
- Este es uno de los lemas de campaña del candidato de izquierda más sujeto a cuestionamiento. Sus seguidores, en un válido intento de racionalizar lo injustificable (algo así como hallar la cuadratura del círculo) lo soportaron con la idea de que si en los Estados Unidos los ciudadanos mayores reciben pensiones, entonces significa que la medida no es populista ni inviable. Lamento recordarles que ambos razonamientos de soporte están basados en pequeñísimos fallos, que supongo que por lo pequeño de la letra pasaron desapercibidos al defensor de la idea y no que los haya pasado por alto de manera intencional.
Uno, en efecto, en los países “desarrollados” los adultos mayores reciben sendas pensiones al jubilarse que pueden provenir del gobierno (las menos) o de una institución privada (un fondo de pensiones). Pero no se trata de un derecho inherente al individuo, sino beneficios que se ganaron ahorrando y colocando ese dinero en instituciones, descontándolas de sus salarios. Si alguien no pagó esas cuotas en el pasado, no tiene derecho a pensión alguna.
Segundo, la idea sí que es inviable: el sistema de pensiones americano (y de muchos otros países en el mundo, entre ellos el alemán y el francés) está en quiebra y los gobiernos ya no saben qué hacer para salir del atasco. –
Tampoco creo que basándonos en subsidios puede crecer una economía y con ella, los beneficios que se reparten en la sociedad y entre sus miembros.
Aplaudo su idea de aumentar la eficiencia del sistema tributario. Y de la creación de la pequeña y mediana empresa. Pero, si no recuerdo mal mis clases en esas malvadas instituciones imperialistas, esas ideas pertenecen al modelo del libre mercado. Y si es así, ¿para qué negar la influencia y acusar a otros que comulgan de ellas de “neoliberales”? (Como si los términos “globalización”, “neoliberal” y “libre mercado” fueran palabras obscenas, sólo propias para insultar y exentas de cualquier otro significado desligado de lo peyorativo).

También le otorgo mi voto de confianza a la continuación del modelo instaurado hace seis años bajo la idea de que un sexenio no es tiempo suficiente para hacer os cambios necesarios. Máxime cuando se cuenta con un congreso dividido que puede frenar y rechazar cualquier iniciativa (para bien y para mal).
No creo que seis años después del primer cambio debamos hacer el siguiente, así, de buenas a primeras. Me parece que un cambio radical a esta altura no sólo no da continuidad a lo ya iniciado, sino que puede hacer llevarnos a dar bandazos: la alternancia no se da así porque sí, ni es la panacea. Lo que no significa que cuando se reconoce que algo que no va bien es necesario cambiarlo. Y creo que un alto porcentaje de personas comulgan con mis ideas y su opinión merece respeto.

También, para qué negarlo ni aplazarlo; mi voto no está con el candidato de la izquierda porque nunca atrajo mi atención ni mi confianza.

En la distancia me entristeció muchísimo reconocer las campañas de descalificación que ambos candidatos urdieron contra su rival. No sólo no les atrajeron votos, sino que han polarizado a sus seguidores, haciendo casi imposible la reconciliación y la negociación al terminar el periodo electoral.
Porque, ¿cómo me acercaré a alguien para pedirle que coopere conmigo si me he dedicado a insultar su persona y sus ideas, poniéndole sobrenombres, llamándole asesino o corrupto (sin ofrecer las pruebas que lo soporten: eso no sólo es difamación, sino una clara canallada)?
Hemos, durante este período electoral, olvidado no sólo que quienes se ofrecen como gobernantes de nuestro país deben no sólo ser los mejores representantes de nuestras virtudes sino además caballeros, en el menos amplio y más arcaico sentido de la palabra.
- Tal vez es la razón por la cual en estos momentos me da por el romanticismo y el idealismo facilón y añoro aquella inocente idea de la aristocracia en el sentido aristotélico: un gobierno de los mejores, en donde la nobleza obliga. -
Y como caballeros se reconoce el triunfo y la derrota. Con gracia y con altura moral. No con desplantes ni amenazas.
Después de todo, la verdad siempre emerge.

Me disculpo con mis amigos con quienes no comparto ideales políticos. Suplico sus perdones por no compartir sus ideas de que hubo un fraude electoral. También por no poder considerar que el representante de la izquierda pudiera ser el mejor gobernador posible, ni el poder comulgar con sus estrategias y su forma de hacer política.
Espero que el futuro pruebe que mis preferencias no están equivocadas.
Si así fuera, espero tener el coraje y la entereza para ser el primero en reconocerlo.