martes, diciembre 10, 2013

Mascotas

Mascotas

Mucho tiempo ha transcurrido desde la entrada más reciente en este blog. Han pasado muchas cosas.
Mina ha muerto. La enfermedad que sufría (al parecer cáncer en el abdomen, aunque jamás fue completamente claro) la consumió a tal grado que hubo necesidad de ponerla a dormir.
Los médicos de la escuela de veterinaria de la UNAM se comportaron como doctores ingleses: fueron eficientes, pero no eficaces. Atendieron la enfermedad y trataron de alargar su vida, cuando lo más adecuado era recomendar la eutanasia.
Cuando por fin el procedimiento final se le aplicó, la última imagen de Mina distó mucho del cuadro plástico romántico y bien pensante: quedó como un hilacho, en los huesos, con los ojos abiertos y las pupilas dilatadas. Me queda la certeza de que no le dolió, de que dejó de sufrir.
Sin embargo, aún me queda cierto rencor hacia los doctores, que debieron decirme desde el inicio cuál era el mejor camino a tomar, sin esperar hasta el final para decir: "tomó usted la mejor decisión". 
Hace unos catorce meses, tal vez más, una amiga me pidió que cuidara de su gato mientras ella iba a Canadá a estudiar un curso. Fausto, así se llama el individuo peludo, resultó rubio y muy gordo. En los dos meses que fue mi compañero de piso, traté de que bajara de peso. Le controlé la cantidad de comida, pero fue casi imposible obligarle a hacer ejercicio. Un verdadero fodongo.
Todas las noches me recibía dejándome perdidos de pelos los bajos de los pantalones. Todas las noches le cepillaba y le cepillaba, al grado de que estoy convencido que pude haber clonado a otro gato a partir de tanto pelo muerto.
Nuestra mutua compañía acabó cuando su dueña desistió del frío canadiense y regresó a México.
Hace un mes, otra amiga trató de endilgarme la custodia de otro gato. Una pequeñísima individua tricolor, de tal vez tres meses de edad, rescatada de debajo (literalmente) de la llanta de un camión de carga.
Me negué en redondo.
No es por el luto, ni por el recuerdo de mis gatas pasadas. Es, más bien, de que ahora soy demasiado consciente de que tener una mascota implica altos niveles de compromiso y dedicación. Responsabilidades que he decidido no asumir con respecto a un animal.
En un intento de chantaje moral, mi amiga alegó el beneficio que me redundaría la compañía de una mascota. No me interesó. Sigue sin interesarme (a pesar de que, de continuo, se regodea mostrándome fotos de la gatita y mencionando lo bien que se lleva con su perro, o las monadas que hace).
-De pronto, recuerdo que en una película, la protagonista, ingresada en una clínica de desintoxicación por su adicción al alcohol, debe demostrar que es capaz de cuidar, primero, de una planta, después, de una mascota, para, al final, poder embarcarse en una relación sentimental con alguien.

Si ese es el caso, renuncio al paso intermedio: plantas ya tengo (aunque Fausto estuvo a punto de acabar con una de ellas). Novias he tenido y confío tener nuevamente. Las mascotas siguen sin interesarme. Felinas o no.-