lunes, diciembre 05, 2005

Imágenes barcelonesas (VII)

Hace unas semanas descubrí el verdadero bar clandestino. No tenía nada que ver con lo que aparece en las películas o con lo que nos quieren hacer pensar los escritores de novela negra. Era, probablemente, el lugar más tranquilo en Barcelona.
Lo conocí de noche, tal cual dictan los cánones. Regresaba a casa después de ir a beber y bailar con los chicos de la escuela. Una pareja se me acercó, preguntándome si conocía el sitio. Les dije que no, pero que con gusto les acompañaba en su búsqueda.
“La segunda calle a la derecha. Un portón metálico a la derecha, con jardinera en el primer piso”. Las instrucciones eran más bien difusas: la mayor parte de los edificios en esta área tienen puertas metálicas y casi todas las ventanas tienen plantas y macetas.
Mientras buscábamos, se nos unió un hombre. Nos dijo que él sabía exactamente cuál era la puerta y lo seguimos. No había nada que perder. Llegó a un lugar que cumplía las señas, tocó y abrieron un poco. Un individuo nos preguntó cuántos eramos. Sin palabras claves ni indicaciones de “me envía tal”.
Tal como dije era un lugar calmado. Justo lo que deberían ser los bares al margen. Había sillones y sofás que no hacían juego, posibles rescates de la basura, debidamente retapizados, una barra y, en un salón adjunto, una mesa de billar. Música y conversaciones eran en tono bajo, para no molestar a los demás y, por supuesto, para no llamar la atención de vecinos ni policía.
Estuve unos cuantos minutos allí. Ni siquiera ordené una cerveza ni nada. Ya era muy tarde para el alcohol o, por lo menos, para mí. Casi las seis.
Me acerqué a la puerta y pedí mi salida. El portero abrió, revisó afuera y me dejó salir.
Cansado y, para qué negarlo, un tanto decepcionado por la falta de sordidez de mi primer encuentro con lo tan cacareado “clandestino”, me dirigí a casa.

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