Pero ese dejar y reiniciar o retomar no es privativo de textos largos o complejos, si bien es cierto que esas características tienden a fomentar las lecturas tangenciales, suplementarias o de escape.
Ahora mismo estoy brincoteando entre cuatro libros: Cuentos clásicos de Ray Bradbury (la versión de bolsillo de Bantam Books), el Tractatus de Ludwig Wittgenstein, Gödel, Escher, Bach de Douglas Hofstadter y Cómo hablar de los libros que no se han leído de Pierre Bayard.
Hay ciertas razones para la postergación y la lectura intermitente de estos cuatro ejemplares. Mi aventura con Hostadter y con Wittgenstein son ejemplos claros de lo que los gringos llaman “ojos más grandes que el estómago”. Digerir semejantes mamotretos requiere tal esfuerzo que a mi inteligencia le duelen las mandíbulas.
El Tractatus es engañoso: su aparente esbeltez y la facilidad de algunos de los “aforismos” que lo conforman pueden generar la idea (muy equivocada) de su cercanía, cuando realmente está a años luz de distancia de mi plena capacidad de comprensión.
Gödel, Escher, Bach es por lo menos mucho más franco: a simple vista se ve que hay que consumir kilos y kilos de fibra para poder metabolizar ese tabique.
Por la manera en que lo estoy planteando parecería que Bradbury es un divertimento y una pausa entre estos tratados de ciencia y filosofía. Nada más cercano a la realidad. Por alguna razón, a pesar de que me encantan sus cuentos –y que incluso, leyéndolo, he reconocido su influencia en mi propio estilo de redacción-, la fragmentación propia de esta colección, que reúne relatos de Las manzanas doradas del Sol y R is for Rocket (supongo que la versión en castellano debe ser algo así como “C de Cohete”), invitó desde el principio a mi inconstancia.
Bayard llegó de forma más reciente y fortuita.
Para matar el tiempo mientras esperaba a un amigo, entré en una librería (error craso: ¡yo soy peligroso en las librerías! Hay personas que entran a un bar mientras esperan y se beben una cerveza, otros van y se ligan a quien se les para enfrente. Si yo entro a una librería, ¡compro libros!). El saldo fueron tres libros: dos de BeF y el mentado Bayard. BeF está en espera. De Bayard he recorrido ya el 60%.
De este divertido ensayo he sacado varias cosas en concreto. La más interesante y creo que ya ha sido objeto de muchas discusiones previas, es que la lectura de un libro nunca es completa, amén de que la memoria de otros libros y el olvido de ese mismo lo hacen inasible. Así, lo único que nos quedará de la lectura es el libro interior, un libro conformado por lo que hemos podido retener e interpretar con base en nuestro bagaje individual, haciéndolo único y personal, ajeno al que escribió el autor o leyeron otros lectores, y acotado a su vez por el libro colectivo, generado por la relación que hay entre esta lectura y la de otros libros relacionados.
Bayard, Bradbury, Wittgenstein y Hofstadter se enfrentan además de a mi lectura dispersa, a la lucha por la oportunidad. Mi tiempo de lectura se limita a los desplazamientos entre casa y oficina. Así, el avance va lento y no siempre es factible. La lluvia hace que a veces deje algún libro en el trabajo, con lo que, al día siguiente, tomaré alguno otro para la lectura matutina. Así, mis libros son viajeros y cambian de residencia de forma intermitente.
Leer en la noche, en casa, no es posible. La culpa la han tenido cuatro series de televisión, de las cuales ya hablaré después.