Elegía III
Aún hoy me confundo con su nombre. Nunca atino a saber si llamarle Claudio o Enrique.
La primera vez que lo conocí me fue insufrible. No he olvidado aún su actitud de perdonavidas ante la poesía.
La segunda vez que lo vi, era el novio-amante de una de mis amigas. Con ella tuvo una relación a tres, a cuatro, a muchos, en la que hubo altas, bajas, rompimientos desgarradores y regresos cotidianos.
No puedo, a ciencia cierta, consciente o inconscientemente, separar el recuerdo que tengo de Claudio del de ella, o de la relación de matrimonio abierto que mantuvieron por más de diez años.
Les recuerdo juntos, seduciéndome a instancias de él. Les recuerdo cazando en un bar. Le recuerdo apasionados o completamente fríos y distantes.
Cuando migraron a California, yo fui –lo reconozco- uno de aquellos que pensaron que se tirarían a una vida disipada de drogas y orgías. Nada más lejos de la realidad. Trabajaban de manera cumplida, paseaban, tenían vida hogareña. Enrique hacía largas sesiones de yoga.
Fue allá donde comenzó el problema renal.
Regresaron a México y, aunque por fuera parecía que volvían a lo mismo (a veces viviendo juntos, a veces por separado, ella en casa de su madre, él en la de sus padres, en ocasiones ambos viviendo con los padres de él), hacia el final rentaron una casa propia. Y Enrique –que a veces era Claudio- inició a consumirse.
La última vez que lo ví, su piel era gris y se pasaba de continuo la lengua por los labios.
La siguiente vez que supe de él fue cuando Sandra me llamó por la madrugada a Barcelona. Enrique había muerto. De eso hacía ya varios meses pero hasta ese momento ella reunió el valor para decírmelo. Estaba diciéndoselo a si misma. Con voz de viuda. Era una esposa que le telefoneaba a un amigo –que también era un examante- para decir que su esposo estaba muerto.
Noté cuán triste estaba. Al terminar la conversación me costó mucho volver a dormir.
A mi regreso a México, la busqué. Hablamos de él. De ella. De la depresión que la asaltó durante meses y de la cual no terminaba de salir.
Pero no podía ayudarle. Por mucho que la quiero y la he querido siempre, no podía y no puedo ayudarle. Tal vez porque nunca supe si llamarle Claudio o Enrique, o porque nunca me gustó su poesía. O porque, aunque compartí como invitado la cama de los dos, el esposo de mi amiga nunca fue mi amigo.
Aún hoy me confundo con su nombre. Nunca atino a saber si llamarle Claudio o Enrique.
La primera vez que lo conocí me fue insufrible. No he olvidado aún su actitud de perdonavidas ante la poesía.
La segunda vez que lo vi, era el novio-amante de una de mis amigas. Con ella tuvo una relación a tres, a cuatro, a muchos, en la que hubo altas, bajas, rompimientos desgarradores y regresos cotidianos.
No puedo, a ciencia cierta, consciente o inconscientemente, separar el recuerdo que tengo de Claudio del de ella, o de la relación de matrimonio abierto que mantuvieron por más de diez años.
Les recuerdo juntos, seduciéndome a instancias de él. Les recuerdo cazando en un bar. Le recuerdo apasionados o completamente fríos y distantes.
Cuando migraron a California, yo fui –lo reconozco- uno de aquellos que pensaron que se tirarían a una vida disipada de drogas y orgías. Nada más lejos de la realidad. Trabajaban de manera cumplida, paseaban, tenían vida hogareña. Enrique hacía largas sesiones de yoga.
Fue allá donde comenzó el problema renal.
Regresaron a México y, aunque por fuera parecía que volvían a lo mismo (a veces viviendo juntos, a veces por separado, ella en casa de su madre, él en la de sus padres, en ocasiones ambos viviendo con los padres de él), hacia el final rentaron una casa propia. Y Enrique –que a veces era Claudio- inició a consumirse.
La última vez que lo ví, su piel era gris y se pasaba de continuo la lengua por los labios.
La siguiente vez que supe de él fue cuando Sandra me llamó por la madrugada a Barcelona. Enrique había muerto. De eso hacía ya varios meses pero hasta ese momento ella reunió el valor para decírmelo. Estaba diciéndoselo a si misma. Con voz de viuda. Era una esposa que le telefoneaba a un amigo –que también era un examante- para decir que su esposo estaba muerto.
Noté cuán triste estaba. Al terminar la conversación me costó mucho volver a dormir.
A mi regreso a México, la busqué. Hablamos de él. De ella. De la depresión que la asaltó durante meses y de la cual no terminaba de salir.
Pero no podía ayudarle. Por mucho que la quiero y la he querido siempre, no podía y no puedo ayudarle. Tal vez porque nunca supe si llamarle Claudio o Enrique, o porque nunca me gustó su poesía. O porque, aunque compartí como invitado la cama de los dos, el esposo de mi amiga nunca fue mi amigo.
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