Elegía IV
Guillermo ha sido, durante la mayor parte de mi vida, la persona más influyente en mi relación con las mujeres.
El Gori me demostró, no sé cuántas veces, que los tenorios naturales sí existen.
Ahora, para ligar, está de moda usar una jerga en inglés relacionada con la aviación y con la película Top Gun. Así, hay leaders, wingmen (alas), o se dice crash & burn cuando alguien intenta acercarse a una chica y es rechazado.
Ingenuamente, cuando éramos adolescentes, nosotros usábamos una serie de terminajos que creíamos originales y que habíamos inspirado en Los tres mosqueteros. Así, tres amigos nos repartíamos los caracteres: Guillermo era Porthos, Eugene, Aramis, y yo, Athos.
La asignación de personajes no era casual. Guillermo era el más atlético. Eugene se comportaba constantemente como quien no encajaba en el medio (no porque tuviera vocación religiosa, sino que era un niño bien venido a menos asistiendo a una escuela pública). Y yo, desde entonces, me daba ínfulas de aristócrata.
Nos referíamos a quien estuviera “al ataque” como “D’Artagnan” y, si este mencionaba la palabra “mosquetero”, significaba que requería ayuda para que le hicieran un “quite” (esto es, para que distrajéramos a alguien que le estorbaba). Con la palabra “cardenal” nos alertábamos de que había oídos indiscretos alrededor.
Éramos casi unos niños.
Aunque Guillermo no.
Guillermo, Porthos, el Gori, maduró antes que los demás. No sólo físicamente (era alto, atlético, buen deportista, muy moreno) sino también en lo emocional.
Mientras Eugene seguía anhelando lo que había perdido a raíz del divorcio de sus padres (la motocicleta, la casa con lancha en Valle de Bravo) y se recuperaba de un accidente que lo dejó en silla de ruedas por un año, Guillermo era parte de los equipos de básquet y voli de la secundaria.
Mientras yo era flaco, desgarbado y gestaba una pinta de nerd (que no me quitaría hasta graduarme de universidad), con gafas, equipo de ortodoncia y un fuertísimo acné, el Gori se convertía en una especie de Adonis púber.
Hago mal en insistir en sus características físicas, como si de ellas dependiese su capacidad de ligue –tal vez porque así lo consideraba yo al principio-.
No. Guillermo tenía algo más que no he podido definir hasta ahora. Ese “no-sé-qué” que lo convertía en un Don Juan.
Frente a mis asombrados ojos de adolescente lo vi ligar y obtener teléfonos de tres chicas distintas en una fiesta. Besarse incluso con una de ellas. Con la segunda, para ser exactos.
En otra ocasión memorable, le ayudé distrayendo a la hermanita de una cita en la Alameda. Media hora después de que la primera chica se fuese, llegaba un segundo ligue. Para entonces, el que estorbaba era yo, así que me fui, despedido.
Nunca me enseñó el truco. A pesar de que yo era un seguidor y escudero fiel. El Gori jamás compartió sus secretos. Muy probablemente porque no era consciente de tenerlos y porque era algo nato.
En la preparatoria comenzamos a distanciarnos. Al entrar a la universidad, ya no teníamos en común más que el hecho de haber sido amigos muy cercanos durante la secundaria.
Él estudiaba arquitectura en la universidad del estado. Yo, ingeniería en una escuela privada.
Nos veríamos unas cinco o seis veces en tres años.
Hasta que me enteré que tenía cáncer.
Eso fue hacia el último semestre de mi carrera.
Fui a visitarlo a casa. Su madre me recibió con gusto. Subió a decirle que yo estaba allí. Guillermo tardó mucho en bajar.
Cuando lo hizo, quedé sorprendido –y espero que no se haya dado cuenta-. Su piel era amarilla, estaba mucho más flaco que yo, de una delgadez quebradiza, y tuve la impresión de que su estatura se había encogido. Llevaba un pañuelo en la cabeza pues la quimioterapia le había tirado el cabello.
No se me ocurrió más que hablarle de mujeres: yo mantenía una relación furtiva, de amantes secretos, con una chica de la universidad, y estaba muy ufano de ello. Quise presumírselo como La Gran Victoria, para que estuviera orgulloso de mí.
El Gori, Porthos, sonreía con la actitud del maestro que se da cuenta que su alumno jamás lo aventajará, que le queda mucho por aprender. Con la sonrisa que se le dedica a un niño que te demuestra que puede ir sin manos en bicicleta.
Un par de meses más tarde, moría.
Su funeral fue dos días después de mi ceremonia de graduación. Traté de localizar a tantos excompañeros de la secundaria como pude. La verdad, fueron muy pocos: tres o cuatro.
En el cementerio, su hermano, un primo y un amigo palearon la tierra para cubrir su tumba. Derramé un llanto tímido que se interrumpió cuando uno de ellos se burló de mis lágrimas. No recuerdo quién.
Su hermana me dijo que no le hiciera caso. Ella no lloraba. Me confesó también que, cuando había visitado a Guillermo hacia meses, su mamá tuvo que reñirlo para que bajara, recordándole que yo era uno de sus mejores amigos, pues él se negaba a que lo viera en aquel estado. Por eso había tardado tanto.
Cuando nos íbamos del panteón, la hermana (no recuerdo cómo se llama) le dijo a una chica que estaba junto a mí: “Tú eras la más querida. Pero ahora vendrán las otras”.
Pasé un día espantoso al regresar a casa, con dolor de cabeza y un fuerte malestar que no se me quitó hasta que solté un verdadero llanto de plañidera, con cara roja, gemidos y tiradero de mocos.
A la noche siguiente fui a uno de los responsos… o a la novenaria. Nunca he sabido cómo se les llama.
La casa de Guillermo estaba llena de chicas jóvenes vestidas de negro. Bonitas, feitas, gorditas, delgadas, algunas altas. Bajitas, la mayor parte. Ninguna que yo hubiera considerado mi tipo. Eran “las otras”. Cerca de la hermana estaba la “viuda oficial”. Ella no lloraba –tal vez las lágrimas se le habían acabado ya, o trataba de ser fuerte frente a las demás-.
Visité la tumba unas tres o cuatro veces, casi siempre en Día de Muertos. Lo cierto es que no me inspiraba nada.
Guillermo, Porthos, se fue sin enseñarme el secreto. El truco. El cómo.
Se lo perdono. No le guardo rencor por ello.
Pero, aún hoy, muchos años después, me sigo preguntando cómo lo hacía.
Guillermo ha sido, durante la mayor parte de mi vida, la persona más influyente en mi relación con las mujeres.
El Gori me demostró, no sé cuántas veces, que los tenorios naturales sí existen.
Ahora, para ligar, está de moda usar una jerga en inglés relacionada con la aviación y con la película Top Gun. Así, hay leaders, wingmen (alas), o se dice crash & burn cuando alguien intenta acercarse a una chica y es rechazado.
Ingenuamente, cuando éramos adolescentes, nosotros usábamos una serie de terminajos que creíamos originales y que habíamos inspirado en Los tres mosqueteros. Así, tres amigos nos repartíamos los caracteres: Guillermo era Porthos, Eugene, Aramis, y yo, Athos.
La asignación de personajes no era casual. Guillermo era el más atlético. Eugene se comportaba constantemente como quien no encajaba en el medio (no porque tuviera vocación religiosa, sino que era un niño bien venido a menos asistiendo a una escuela pública). Y yo, desde entonces, me daba ínfulas de aristócrata.
Nos referíamos a quien estuviera “al ataque” como “D’Artagnan” y, si este mencionaba la palabra “mosquetero”, significaba que requería ayuda para que le hicieran un “quite” (esto es, para que distrajéramos a alguien que le estorbaba). Con la palabra “cardenal” nos alertábamos de que había oídos indiscretos alrededor.
Éramos casi unos niños.
Aunque Guillermo no.
Guillermo, Porthos, el Gori, maduró antes que los demás. No sólo físicamente (era alto, atlético, buen deportista, muy moreno) sino también en lo emocional.
Mientras Eugene seguía anhelando lo que había perdido a raíz del divorcio de sus padres (la motocicleta, la casa con lancha en Valle de Bravo) y se recuperaba de un accidente que lo dejó en silla de ruedas por un año, Guillermo era parte de los equipos de básquet y voli de la secundaria.
Mientras yo era flaco, desgarbado y gestaba una pinta de nerd (que no me quitaría hasta graduarme de universidad), con gafas, equipo de ortodoncia y un fuertísimo acné, el Gori se convertía en una especie de Adonis púber.
Hago mal en insistir en sus características físicas, como si de ellas dependiese su capacidad de ligue –tal vez porque así lo consideraba yo al principio-.
No. Guillermo tenía algo más que no he podido definir hasta ahora. Ese “no-sé-qué” que lo convertía en un Don Juan.
Frente a mis asombrados ojos de adolescente lo vi ligar y obtener teléfonos de tres chicas distintas en una fiesta. Besarse incluso con una de ellas. Con la segunda, para ser exactos.
En otra ocasión memorable, le ayudé distrayendo a la hermanita de una cita en la Alameda. Media hora después de que la primera chica se fuese, llegaba un segundo ligue. Para entonces, el que estorbaba era yo, así que me fui, despedido.
Nunca me enseñó el truco. A pesar de que yo era un seguidor y escudero fiel. El Gori jamás compartió sus secretos. Muy probablemente porque no era consciente de tenerlos y porque era algo nato.
En la preparatoria comenzamos a distanciarnos. Al entrar a la universidad, ya no teníamos en común más que el hecho de haber sido amigos muy cercanos durante la secundaria.
Él estudiaba arquitectura en la universidad del estado. Yo, ingeniería en una escuela privada.
Nos veríamos unas cinco o seis veces en tres años.
Hasta que me enteré que tenía cáncer.
Eso fue hacia el último semestre de mi carrera.
Fui a visitarlo a casa. Su madre me recibió con gusto. Subió a decirle que yo estaba allí. Guillermo tardó mucho en bajar.
Cuando lo hizo, quedé sorprendido –y espero que no se haya dado cuenta-. Su piel era amarilla, estaba mucho más flaco que yo, de una delgadez quebradiza, y tuve la impresión de que su estatura se había encogido. Llevaba un pañuelo en la cabeza pues la quimioterapia le había tirado el cabello.
No se me ocurrió más que hablarle de mujeres: yo mantenía una relación furtiva, de amantes secretos, con una chica de la universidad, y estaba muy ufano de ello. Quise presumírselo como La Gran Victoria, para que estuviera orgulloso de mí.
El Gori, Porthos, sonreía con la actitud del maestro que se da cuenta que su alumno jamás lo aventajará, que le queda mucho por aprender. Con la sonrisa que se le dedica a un niño que te demuestra que puede ir sin manos en bicicleta.
Un par de meses más tarde, moría.
Su funeral fue dos días después de mi ceremonia de graduación. Traté de localizar a tantos excompañeros de la secundaria como pude. La verdad, fueron muy pocos: tres o cuatro.
En el cementerio, su hermano, un primo y un amigo palearon la tierra para cubrir su tumba. Derramé un llanto tímido que se interrumpió cuando uno de ellos se burló de mis lágrimas. No recuerdo quién.
Su hermana me dijo que no le hiciera caso. Ella no lloraba. Me confesó también que, cuando había visitado a Guillermo hacia meses, su mamá tuvo que reñirlo para que bajara, recordándole que yo era uno de sus mejores amigos, pues él se negaba a que lo viera en aquel estado. Por eso había tardado tanto.
Cuando nos íbamos del panteón, la hermana (no recuerdo cómo se llama) le dijo a una chica que estaba junto a mí: “Tú eras la más querida. Pero ahora vendrán las otras”.
Pasé un día espantoso al regresar a casa, con dolor de cabeza y un fuerte malestar que no se me quitó hasta que solté un verdadero llanto de plañidera, con cara roja, gemidos y tiradero de mocos.
A la noche siguiente fui a uno de los responsos… o a la novenaria. Nunca he sabido cómo se les llama.
La casa de Guillermo estaba llena de chicas jóvenes vestidas de negro. Bonitas, feitas, gorditas, delgadas, algunas altas. Bajitas, la mayor parte. Ninguna que yo hubiera considerado mi tipo. Eran “las otras”. Cerca de la hermana estaba la “viuda oficial”. Ella no lloraba –tal vez las lágrimas se le habían acabado ya, o trataba de ser fuerte frente a las demás-.
Visité la tumba unas tres o cuatro veces, casi siempre en Día de Muertos. Lo cierto es que no me inspiraba nada.
Guillermo, Porthos, se fue sin enseñarme el secreto. El truco. El cómo.
Se lo perdono. No le guardo rencor por ello.
Pero, aún hoy, muchos años después, me sigo preguntando cómo lo hacía.
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