Imágenes barcelonesas (IX)
Eran tres chicas. Las proverbiales rubia, castaña y negra. Iban sentadas en esos asientos de cubo en los cuales dos ven hacia al frente y dos hacia atrás, muy prácticos para la socialización, pero terribles para viajar cuando, como yo, te mareas con facilidad.
Iban platicando de su trabajo más reciente y de sus respectivos portafolios, criticando a la jefa o dueña de la agencia para la cual trabaja cada una de ellas. Aunque suene a cliché, todo en ellas lo era: sus pieles perfectas, sus cabellos y ojos brillantes y coloridos, su delgadez imposible, su no del todo superada adolescencia. Llenaban con exactitud y precisión el lugar común de las modelos. Hasta en el tono y en el tema de su conversación.
No pude evitar preguntarme ¿qué es lo que Desmond Morris escribió con relación a los especimenes como estos, si es que escribió algo? ¿Dónde está la certeza y la igualdad del mono desnudo, hijo de la evolución selectiva? Me descubrí fiel representante de mi sexo, chovinista, deleitándome, muy a mi pesar, con su obvia belleza y fragante superficialidad.
Días, semanas después, mientras caminaba, me topé con otro digno espécimen, este más maduro y, por lo mismo, con una mayor certeza de su sensualidad. Era imposible no verla. Su gran estatura era acentuada por interminables tacones de aguja. Una vez más el brillo de su piel, cabello, ropas, todo, la hacían blanco de la miradas evidentes y subrepticias. Cumplía al pie de la letra con la definición de glamorosa, incluso en su sentido más peyorativo.
Ésta era acompañada por un hombre que, al lado de cualquier otra mujer, probablemente, hubiera sido considerado como normal o tal vez atractivo, pero que perdía por completo cualquier asomo de personalidad propia en la cercanía de la bella. Incluso, el término “era acompañada” es demasiado benevolente. Más parecía que la escoltaba, de cerca, pero nunca junto. Siempre atrás, a su sombra. Imposible confundirlo con un guardaespaldas: el hecho de que ambos vistieran de la misma manera (con excepción obvia de los zapatos altos) y un aire de satisfacción, de autosuficiencia, que a veces, aunque no siempre, asomaba en los ojos de él, y que delataban cierta posesión, le colocaban en el estatus de novio o amante. (Esa mirada aparecía, sobre todo, cuando él descubría en otros ojos la admiración hacia su mujer, como diciendo “envídiame”.)
Altiva y soberbia, la mujer requería sobre sí una cantidad ingente de atención. Sus modos lo demandaban. Tuve que preguntarle a mi acompañante si se trataría de alguna celebridad. No. Por lo menos no de una que nos fuese conocida.
Ahora, tiempo después de mi acercamiento con la belleza, caigo en cuenta del rasgo común y más significativo en las cuatro mujeres: ese perenne rictus de asco que torcía sus labios y fruncía sus narices.
Tras ser consciente de su existencia, lo he notado en muchas otras mujeres atractivas en esta ciudad y me pregunto por qué lo harán, qué es lo que les provoca tanto asco…
Iban platicando de su trabajo más reciente y de sus respectivos portafolios, criticando a la jefa o dueña de la agencia para la cual trabaja cada una de ellas. Aunque suene a cliché, todo en ellas lo era: sus pieles perfectas, sus cabellos y ojos brillantes y coloridos, su delgadez imposible, su no del todo superada adolescencia. Llenaban con exactitud y precisión el lugar común de las modelos. Hasta en el tono y en el tema de su conversación.
No pude evitar preguntarme ¿qué es lo que Desmond Morris escribió con relación a los especimenes como estos, si es que escribió algo? ¿Dónde está la certeza y la igualdad del mono desnudo, hijo de la evolución selectiva? Me descubrí fiel representante de mi sexo, chovinista, deleitándome, muy a mi pesar, con su obvia belleza y fragante superficialidad.
Días, semanas después, mientras caminaba, me topé con otro digno espécimen, este más maduro y, por lo mismo, con una mayor certeza de su sensualidad. Era imposible no verla. Su gran estatura era acentuada por interminables tacones de aguja. Una vez más el brillo de su piel, cabello, ropas, todo, la hacían blanco de la miradas evidentes y subrepticias. Cumplía al pie de la letra con la definición de glamorosa, incluso en su sentido más peyorativo.
Ésta era acompañada por un hombre que, al lado de cualquier otra mujer, probablemente, hubiera sido considerado como normal o tal vez atractivo, pero que perdía por completo cualquier asomo de personalidad propia en la cercanía de la bella. Incluso, el término “era acompañada” es demasiado benevolente. Más parecía que la escoltaba, de cerca, pero nunca junto. Siempre atrás, a su sombra. Imposible confundirlo con un guardaespaldas: el hecho de que ambos vistieran de la misma manera (con excepción obvia de los zapatos altos) y un aire de satisfacción, de autosuficiencia, que a veces, aunque no siempre, asomaba en los ojos de él, y que delataban cierta posesión, le colocaban en el estatus de novio o amante. (Esa mirada aparecía, sobre todo, cuando él descubría en otros ojos la admiración hacia su mujer, como diciendo “envídiame”.)
Altiva y soberbia, la mujer requería sobre sí una cantidad ingente de atención. Sus modos lo demandaban. Tuve que preguntarle a mi acompañante si se trataría de alguna celebridad. No. Por lo menos no de una que nos fuese conocida.
Ahora, tiempo después de mi acercamiento con la belleza, caigo en cuenta del rasgo común y más significativo en las cuatro mujeres: ese perenne rictus de asco que torcía sus labios y fruncía sus narices.
Tras ser consciente de su existencia, lo he notado en muchas otras mujeres atractivas en esta ciudad y me pregunto por qué lo harán, qué es lo que les provoca tanto asco…