Escenas de Esgrima (II)
Aún me dura la emoción del primer día, y la de mi primera victoria a cinco puntos. Y la del día en que me dieron el peto blanco: mi flamante uniforme de mosquetero.
Ahora los días ya no son tan nuevos, pero no pierden su brillo. Siendo un simple aprendiz, debo enfrentarme con los tiradores de más experiencia. No sé si avanzo. No sé si logro perder los malos vicios del querer aprender, por cuenta propia, a manejar la espada: los vicios de “los tres mosqueteros”, de “don Juan Tenorio”, de “el capitán Alatriste”.
El manejo del sable es muy distinto. Con la espada te defiendes y atacas soltando estocadas. Con el sable hay que darle de tajos al oponente.
Aún me dura la emoción del primer día, y la de mi primera victoria a cinco puntos. Y la del día en que me dieron el peto blanco: mi flamante uniforme de mosquetero.
Ahora los días ya no son tan nuevos, pero no pierden su brillo. Siendo un simple aprendiz, debo enfrentarme con los tiradores de más experiencia. No sé si avanzo. No sé si logro perder los malos vicios del querer aprender, por cuenta propia, a manejar la espada: los vicios de “los tres mosqueteros”, de “don Juan Tenorio”, de “el capitán Alatriste”.
El manejo del sable es muy distinto. Con la espada te defiendes y atacas soltando estocadas. Con el sable hay que darle de tajos al oponente.
Escenas de Esgrima (III)
Presumido y bocota como soy, comenté que alguna vez participé en un combate teatral. Mis compañeros recitaron entonces líneas de Cyrano.
Hace unos días, uno de ellos, tal vez el único con quien iniciaba cierta amistad, me retó con un “venga, pues, señor Zorro”, mientras se colocaba en posición de línea, teatral y exagerada. Bromeando, me puse en guardia en alta primera. Y, jugando, nos lanzamos el uno contra el otro. Aunque llevábamos el equipo (careta, peto, guante), el ataque fue tan descompuesto que le di una estocada en la ingle, exactamente en donde no hay protección.
Él gritó. Detrás de la careta, me puse blanco. Le rogué perdones. Le pregunté si estaba bien. Lamenté el estar jugando. Me dijo que no había problema, que era un accidente, que él lo había provocado, que él también había jugado.
No me fijé si el maestro de armas (¿todavía se les llamará así?) nos vio. Lo que es cierto es que no dijo nada. Tuve la sensación, como cuando era niño, de haber hecho algo malo, que poder ser descubierto en cualquier momento y de que me regañarían.
Terminamos de tirar con dificultad y timidez.
Al día siguiente, llevé una paleta mexicana de dulce, de esas que no existen por acá, como ofrenda de paz y para ofrecer mis disculpas. Pero mi compañero no asistió.
Ahora, en los entrenamientos, soy mucho más conciente de mis actitudes, de mis movimientos y de mis comentarios. Procuro ser más mesurado con la boca (difícil en mí). Además de que tengo ahora la conciencia de mis movimientos desgarbados, faltos de soltura y gracia.
Escenas de Esgrima (IV)
Por alguna razón el maestro me nombró capitán de equipo para una ronda de enfrentamientos. Me ha tocado contra una chica bajita y zurda.
Me cuesta mucho enfrentarme a ellos, a los avanzados. Creo que hago el ridículo. Que me falta el ritmo. Que mis paradas están siempre mal ejecutadas. Que ellos no aprenden enfrentándome, que los lastro en lugar de ayudarles. Y con los zurdos es peor, pues ni siquiera sé bien cómo cubrirme ni por dónde atacarles.
El ataque fue en distancia corta. Uno debe ser rápido. Hay que saber exactamente qué se va a hacer previamente, de otra forma, te pillan fuera de posición. Ataqué una y otra vez como me habían enseñado: de inmediato, con fondo en tercera a cabeza. Así le hice dos puntos a mi adversaria. Pero cuando me tomó la medida, logró cubrir el ataque y tuve que romper de prisa.
No pude verme, pero sé que mi retirada era cómica, completamente descompuesta, con el arma fuera de posición, abandonando el perfil. Descubriéndome.
Por lo menos lo hacía con la velocidad suficiente para dejarla corta. El maestro no dijo nada. No se rió. No hizo comentarios desaprobatorios. Pero sé que estaba mal hecho.
Hasta eso no puedo quejarme: esta falta de técnica me ayudó. Vencí a mi oponente con cinco toques a dos. Al final, mi equipo logró la victoria 30 a 26.
Nada mal para un aprendiz de mosquetero ascendido, de pronto, a sargento.
Lo que es cierto es que los moretones siguen llegando a mi cuerpo: en la mano, en el muslo, en la axila (¡ah, cómo me dolió ese golpe!, tanto físicamente como en el amor propio, sobre todo porque me entregué solo). Marcando, espero, algún progreso.
Presumido y bocota como soy, comenté que alguna vez participé en un combate teatral. Mis compañeros recitaron entonces líneas de Cyrano.
Hace unos días, uno de ellos, tal vez el único con quien iniciaba cierta amistad, me retó con un “venga, pues, señor Zorro”, mientras se colocaba en posición de línea, teatral y exagerada. Bromeando, me puse en guardia en alta primera. Y, jugando, nos lanzamos el uno contra el otro. Aunque llevábamos el equipo (careta, peto, guante), el ataque fue tan descompuesto que le di una estocada en la ingle, exactamente en donde no hay protección.
Él gritó. Detrás de la careta, me puse blanco. Le rogué perdones. Le pregunté si estaba bien. Lamenté el estar jugando. Me dijo que no había problema, que era un accidente, que él lo había provocado, que él también había jugado.
No me fijé si el maestro de armas (¿todavía se les llamará así?) nos vio. Lo que es cierto es que no dijo nada. Tuve la sensación, como cuando era niño, de haber hecho algo malo, que poder ser descubierto en cualquier momento y de que me regañarían.
Terminamos de tirar con dificultad y timidez.
Al día siguiente, llevé una paleta mexicana de dulce, de esas que no existen por acá, como ofrenda de paz y para ofrecer mis disculpas. Pero mi compañero no asistió.
Ahora, en los entrenamientos, soy mucho más conciente de mis actitudes, de mis movimientos y de mis comentarios. Procuro ser más mesurado con la boca (difícil en mí). Además de que tengo ahora la conciencia de mis movimientos desgarbados, faltos de soltura y gracia.
Escenas de Esgrima (IV)
Por alguna razón el maestro me nombró capitán de equipo para una ronda de enfrentamientos. Me ha tocado contra una chica bajita y zurda.
Me cuesta mucho enfrentarme a ellos, a los avanzados. Creo que hago el ridículo. Que me falta el ritmo. Que mis paradas están siempre mal ejecutadas. Que ellos no aprenden enfrentándome, que los lastro en lugar de ayudarles. Y con los zurdos es peor, pues ni siquiera sé bien cómo cubrirme ni por dónde atacarles.
El ataque fue en distancia corta. Uno debe ser rápido. Hay que saber exactamente qué se va a hacer previamente, de otra forma, te pillan fuera de posición. Ataqué una y otra vez como me habían enseñado: de inmediato, con fondo en tercera a cabeza. Así le hice dos puntos a mi adversaria. Pero cuando me tomó la medida, logró cubrir el ataque y tuve que romper de prisa.
No pude verme, pero sé que mi retirada era cómica, completamente descompuesta, con el arma fuera de posición, abandonando el perfil. Descubriéndome.
Por lo menos lo hacía con la velocidad suficiente para dejarla corta. El maestro no dijo nada. No se rió. No hizo comentarios desaprobatorios. Pero sé que estaba mal hecho.
Hasta eso no puedo quejarme: esta falta de técnica me ayudó. Vencí a mi oponente con cinco toques a dos. Al final, mi equipo logró la victoria 30 a 26.
Nada mal para un aprendiz de mosquetero ascendido, de pronto, a sargento.
Lo que es cierto es que los moretones siguen llegando a mi cuerpo: en la mano, en el muslo, en la axila (¡ah, cómo me dolió ese golpe!, tanto físicamente como en el amor propio, sobre todo porque me entregué solo). Marcando, espero, algún progreso.
Escenas de Esgrima (V)
Mis padres han venido de México. Y como yo siempre abuso de los que me quieren, les he pedido que trajeran mi equipo de esgrima. Así que han traído mi sable, dos guantes y una chaquetilla.
No recordaba lo distinta que es mi chaqueta para espada comparada con la de sable. La principal diferencia es el lugar del cierre. Mientras que el peto de sable se cierra al frente a la izquierda, la chaquetilla de espada tiene el cierre en la espalda. Ahora tengo que pedirle a mis compañeros (con quienes no tengo aún confianza) que me ayuden a ponérmela y a quitármela.
Además de ello, resulta que tiene marcas de óxido en el pecho. Ya intenté quitárselas con cloro y detergente. Nada. Sólo logré hacer manchas azuladas alrededor de las líneas amarillas.
¡Y pensar que yo quería bordarle una cruz de Santiago o una cruz Templaria encima del corazón!
Creo que tendré que abandonar la idea.