El espía japonés
Conocí a Matsamitsu cuando era espía en México. Huelga decir que, mientras tuvimos contacto con él, nunca existió la certeza de su oficio, aunque siempre lo sospechábamos.
Una de mis tías lo tuvo como compañero de viaje mientras “hacía las Europas”. Mi tía, al regresar, le había hecho el clásico ofrecimiento de hospedaje en casa, tan típico en mi tierra. Y así, un día, tuvimos frente a nosotros a un japonés de 1.85, que nunca tomaba fotos, pero que se dedicaba a pasear por los lugares más anodinos de la ciudad y a visitar, cada dos o tres semanas, el aeropuerto, con intenciones incomprensibles.
Sin embargo, su costumbre de fumar lánguidamente largos cigarrillos blancos y de alimentar al perro de mi tía con porciones de su plato, pronto se convirtieron en algo natural para la familia.
Todos nuestros esfuerzos – o por lo menos, los míos – por aprender algo de su cultura (cómo y cuánto inclinarse ante alguien, a quienes se les debía respeto, cómo era el Japón real), tropezaban siempre con evasivas y preguntas sobre nuestras costumbres. Tratando de preguntar, terminábamos, invariablemente, dando explicaciones del carácter y el comportamiento local.
De pronto, un día, las visitas al aeropuerto se suspendieron. Su relación con mi tía, divorciada cuarentona con dos hijas adolescentes, se había estropeado; así que el japonés se mudó, de forma casi permanente, a la que había sido la casa veraniega de mis abuelos en Cuernavaca.
Casi se podría decir que desapareció. Nos olvidamos de él por completo hasta el día en que mi hermano llevó a un ligue casual a la casa y casi se matan de sendos ataques cardíacos.
Al día siguiente, ya libre de la aventura nocturna, mi hermano se sentó con Matsamitsu al sol. En el cortísimo diálogo que tuvieron, mi hermano le preguntó qué pensaba hacer en el futuro. El espía dio una respuesta de haikú: “He visto el cielo en Japón y en Cuernavaca. Ya puedo morir bien”.
martes, junio 03, 2008
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