La historia que Cinthya le cuenta a José Luis
En 1988 – o pudo ser en el 92, ya no recuerdo – en pleno período salinista, la directora del zoológico de Chapultepec le avisó al regente de la ciudad que el panda se había muerto.
El regente, al más puro estilo priísta de la época, le contestó el típico “hágale como quiera, pero en la reinauguración del parque tiene que estar el oso”.
Y no era para menos. El panda era la mayor atracción del zoológico. Uno de los primeros y poquísimos pandas nacidos en cautiverio. Vamos, hasta una canción tenía.
Así que la directora, una mujer medio zafada, que lloró frente a cámara en cadena nacional cuando la despidieron, decidió mantener vivo al oso. Ella o alguno de sus brillantes asesores – después de todo, ya lo dijo Göbbels (¿o fue Goehring?): una mentira repetida mil veces se vuelve verdad –.
Mandaron al cadáver con el mejor taxidermista que encontraron y le instalaron dentro un motor de relojería que daba la apariencia de que el animalito respiraba y se movía en sueños.
Cuando el parque volvió a abrir al público, la gente no notó la diferencia: al fin y al cabo, los pandas no se distinguen por ser particularmente activos.
Poco tiempo después se filtró a los medios la noticia de que el panda estaba enfermo, hasta que, finalmente, unas semanas después de la reapertura, se dio la noticia de que el panda había agravado, lo que precisó una cirugía a corazón abierto de la cual no se recuperó y murió.
Casi hubo un luto nacional.
Un luto por un monigote artificial, como esas figuras mecánicas que pretenden asustarte en los parques de diversiones y en las ferias de pueblo.
En 1988 – o pudo ser en el 92, ya no recuerdo – en pleno período salinista, la directora del zoológico de Chapultepec le avisó al regente de la ciudad que el panda se había muerto.
El regente, al más puro estilo priísta de la época, le contestó el típico “hágale como quiera, pero en la reinauguración del parque tiene que estar el oso”.
Y no era para menos. El panda era la mayor atracción del zoológico. Uno de los primeros y poquísimos pandas nacidos en cautiverio. Vamos, hasta una canción tenía.
Así que la directora, una mujer medio zafada, que lloró frente a cámara en cadena nacional cuando la despidieron, decidió mantener vivo al oso. Ella o alguno de sus brillantes asesores – después de todo, ya lo dijo Göbbels (¿o fue Goehring?): una mentira repetida mil veces se vuelve verdad –.
Mandaron al cadáver con el mejor taxidermista que encontraron y le instalaron dentro un motor de relojería que daba la apariencia de que el animalito respiraba y se movía en sueños.
Cuando el parque volvió a abrir al público, la gente no notó la diferencia: al fin y al cabo, los pandas no se distinguen por ser particularmente activos.
Poco tiempo después se filtró a los medios la noticia de que el panda estaba enfermo, hasta que, finalmente, unas semanas después de la reapertura, se dio la noticia de que el panda había agravado, lo que precisó una cirugía a corazón abierto de la cual no se recuperó y murió.
Casi hubo un luto nacional.
Un luto por un monigote artificial, como esas figuras mecánicas que pretenden asustarte en los parques de diversiones y en las ferias de pueblo.
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