Eran dos chicas jóvenes (una guapa y una que no lo era) y una mujer madura. Estaban frente a un edificio, con sendas maletas y con pinta de perdidas, examinando, alternativamente, un trozo de papel y el número en la pared. La mujer mayor caminaba un poco en una dirección hasta la siguiente puerta, regresaba, caminaba un poco más allá, hasta la esquina, y volvía otra vez con cara de incomprensión.
Pasé de largo. Me arrepentí y me acerqué. “¿Puedo ayudarles?”, dije con mi mejor acento Toluquian-Oxford.
Buscaban el número 1-3 de la calle Comerç. El edificio es el número 2 y la siguiente puerta, el 4. Les dije que eso era habitual: después de tirar casas viejas y construir un nuevo edificio, este toma, a un tiempo, los números de las viviendas sustituidas. También les dije que en este lado de la calle los números son pares, en el otro estarían los impares.
Seguí mi camino.
Seguramente no me entendieron (no lo dudo, mi acento es tan fuerte que a veces ni yo mismo comprendo lo que digo), porque la mujer se aventuró más allá, hacia donde comienza la calle.
Mucho más adelante vi el número que buscaban.
Les hice señas con la mano, luego con el brazo. No volteaban a verme. Regresé. Le dije a la más guapa en donde estaba el edificio y se fue en busca de la mujer.
It’s the redish one, dije a la otra mientras se lo señalaba con el dedo.
Me fui satisfecho.
Creo en iniciar “las cadenas de favores” e, ingenuamente, en la intrínseca bondad de los extraños.
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