La biblioteca del doctor Montesinos
Querido Alberto:
Esta Semana Santa he visitado Valencia y Moraira. Me hospedé en el apartamento de los padres del novio de mi hermana (¡vaya una forma muy complicada de describir una relación muy simple!).
El punto es que, el doctor Manuel Montesinos, el futuro suegro, tiene una gran biblioteca en su piso de Valencia. Muchos años de volúmenes. Y entre libros de anatomía, manuales de medicina, otros varios que no encajan en una clasificación clara, está lo verdaderamente interesante de la colección: más de mil volúmenes de ciencia ficción, misterio y novela negra.
Querido Alberto:
Esta Semana Santa he visitado Valencia y Moraira. Me hospedé en el apartamento de los padres del novio de mi hermana (¡vaya una forma muy complicada de describir una relación muy simple!).
El punto es que, el doctor Manuel Montesinos, el futuro suegro, tiene una gran biblioteca en su piso de Valencia. Muchos años de volúmenes. Y entre libros de anatomía, manuales de medicina, otros varios que no encajan en una clasificación clara, está lo verdaderamente interesante de la colección: más de mil volúmenes de ciencia ficción, misterio y novela negra.
Descubrí desde las obras completas de Agatha Christie (no sabía que fueran tantas), recopilaciones de los premios Hugo, Nébula y antologías hechas por Isaac Asimov (muchas de ellas cuestionables), hasta ejemplares verdaderamente extraordinarios: “La rata de acero inoxidable” de Harry Harrison, dos o tres números de Tarzan de Burroughs, “La invasión de las salamandras” de Karen Capek, una antología de “literatura de anticipación” (el mero hecho de usar ese eufemismo hace que la recopilación ya valga la pena, amén de estar editada en pasta dura, con sobreforros de aquel plástico duro que les ponían a algunos libros en los años setentas), junto con muchos otros más, que no logré ver pero que intuyo existen.
El doctor Montesinos ha vendido el piso para mudarse definitivamente a su casa en Moraira, hermosa, grande y a escasos 50 metros de la playa. Con esta mudanza ha notado que no todos los libros podrán moverse con él, máxime cuando la casa de Moraira ya está también repleta.
Así que ha decidido contactar a los libreros de viejo en Valencia. No sé nada de los tratantes de este lado del charco, pero si se parecen un poco a los que tenemos en México, estoy seguro que reconocerán las cosas buenas y rescatables, pero no las pagarán. La esposa del retirado médico de la fuerza aérea española tiene, desde mi punto de vista, gran razón cuando afirma que le pagarán todos sus libros por el peso.
Esta carta no tiene tanto la intención de que salivemos pensando en la belleza de la colección y en lo que podríamos hacer si cayera ante nuestros ávidos ojos. Tampoco que lloremos sobre la leche derramada (demasiado peso y demasiada distancia para que salvarla sea factible) sino, más bien, brindar el testimonio de que esta biblioteca existe aún, que existió (al contrario de las imposibles colecciones que Borges menciona en sus laberínticos cuentos) y que, lástima, se perderá en la falta de memoria de los estantes de usado.
Esperemos, por lo menos, que la colección no sea usada dentro de unos años como papel maché para hacer las bellas (y efímeras) esculturas falleras, esos sueños que duran una semana y que terminan iluminando la noche de San José con hogueras gigantescas.
El doctor Montesinos ha vendido el piso para mudarse definitivamente a su casa en Moraira, hermosa, grande y a escasos 50 metros de la playa. Con esta mudanza ha notado que no todos los libros podrán moverse con él, máxime cuando la casa de Moraira ya está también repleta.
Así que ha decidido contactar a los libreros de viejo en Valencia. No sé nada de los tratantes de este lado del charco, pero si se parecen un poco a los que tenemos en México, estoy seguro que reconocerán las cosas buenas y rescatables, pero no las pagarán. La esposa del retirado médico de la fuerza aérea española tiene, desde mi punto de vista, gran razón cuando afirma que le pagarán todos sus libros por el peso.
Esta carta no tiene tanto la intención de que salivemos pensando en la belleza de la colección y en lo que podríamos hacer si cayera ante nuestros ávidos ojos. Tampoco que lloremos sobre la leche derramada (demasiado peso y demasiada distancia para que salvarla sea factible) sino, más bien, brindar el testimonio de que esta biblioteca existe aún, que existió (al contrario de las imposibles colecciones que Borges menciona en sus laberínticos cuentos) y que, lástima, se perderá en la falta de memoria de los estantes de usado.
Esperemos, por lo menos, que la colección no sea usada dentro de unos años como papel maché para hacer las bellas (y efímeras) esculturas falleras, esos sueños que duran una semana y que terminan iluminando la noche de San José con hogueras gigantescas.
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